Marta me llama. Ha vuelto de un viaje de trabajo y lo primero que ha hecho al llegar a Madrid ha sido ir a visitar a sus padres. Lo hace comiendo los mismos churros y el mismo chocolate que les ha traído a ellos, pero lo hace en el rellano de la escalera, mientras su madre le pide por favor que entre en casa, que no sea absurda. Pero Marta no es absurda, tiene miedo, y el miedo puede ser desmedido, irreal, contraproducente, patológico, pero el miedo nunca es… absurdo.
En Sao Paulo, María Paula abraza a su padre, Wenderley, de 82 años, después de 100 días de aislamiento en una residencia...
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Marta me llama. Ha vuelto de un viaje de trabajo y lo primero que ha hecho al llegar a Madrid ha sido ir a visitar a sus padres. Lo hace comiendo los mismos churros y el mismo chocolate que les ha traído a ellos, pero lo hace en el rellano de la escalera, mientras su madre le pide por favor que entre en casa, que no sea absurda. Pero Marta no es absurda, tiene miedo, y el miedo puede ser desmedido, irreal, contraproducente, patológico, pero el miedo nunca es… absurdo.
En Sao Paulo, María Paula abraza a su padre, Wenderley, de 82 años, después de 100 días de aislamiento en una residencia. Lo hacen a través de una cortina de abrazos, un plástico de ducha con dos tubos para los brazos, con un grosor que te protege del covid, pero que no impide sentir el calor de la otra piel. Padre e hija lloran emocionados en las noticias.
Yo me pregunto: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?. Al principio le vi la parte positiva. Ya hacía tiempo que cuando me presentaban a un grupo de gente, tanto en el ámbito personal y sobre todo profesional, yo optaba por el apretón de manos para todos. Con seguridad, fuerte, pero sin apretar, acompañando con una ligera sonrisa y por supuesto mirando a los ojos.
Adopté esa medida cuando me di cuenta de lo mucho que me incomodaba que invadieran mi espacio personal, que mi jefe le diera la mano y yo tuviera que acercar mi cara, que pudiera olerme el cuello y yo el suyo sin conocernos de nada. Lo mismo para mi hijo y esos besos obligados a los que nunca le obligué, ni siquiera con mi madre. ¡Qué maleducado el niño! Me dijeron una vez. ¡En absoluto señora! Le respondí. Es que la educación que le doy a mi hijo incluye hacerle saber que nadie tiene derecho a imponerle sus afectos.
¿Pero esto? Esto nadie se lo esperaba. Y yo ya extraño los abrazos. Esos abrazos de discoteca de quinceañera adolescente celebrando que han puesto nuestra canción. Los abrazos que precedían a un buen vistazo al look de tu amiga antes de exclamar: “¡Pero bueno, esto se avisa!”. El abrazo espontáneo con receptor reticente que va cediendo poco a poco hasta que le puede el calor al enfado.
Esa suave caricia en la espalda que reconforta y garantiza que todo saldrá bien. El abrazo de un gol con otro hincha, el de un aprobado, el de consuelo, el abrazo grupal. El abrazo que se desata lentamente como un lazo hasta miraros boca a boca y oye ¿Por qué no? El abrazo de papá, el de mamá, de su nieto. El miedo puede ser desmedido, irreal, contraproducente, patológico. Pero el miedo nunca es…absurdo. Mucho menos ahora que empatiza, mima, prioriza y protege. Déjame decirte que es de valientes tener miedo. Y volveremos a abrazarnos… ¡Pero aún no!.