El mundo es así

Incluso Madrid puede convertirse sin avisar en ese lugar amenazante y caprichoso que nunca ha dejado de ser en el resto del planeta

Tramo de la avenida de Ménedez Pelayo, junto al parque del Retiro de Madrid.Andrea Comas

En Madrid descubrió lo que vale vivir en un mundo previsible. Un mundo que se nutre de una suma de pequeñas certezas, donde los autobuses circulan con puntualidad y las calles te acogen hospitalarias. Eso fue lo que le cautivó de Europa, lo que justamente no tenía en su país: un lugar en el que se pueden hacer planes sin temer a que algo se vaya a estropear, a que el tren no llegue, a que reviente el alcantarillado, a que el tipo de la esquina te saque una pistola. Un lugar donde un niño que espera su bus escolar jamás morirá por una bala perdida.

Ella era brasileña, pero podía haber si...

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En Madrid descubrió lo que vale vivir en un mundo previsible. Un mundo que se nutre de una suma de pequeñas certezas, donde los autobuses circulan con puntualidad y las calles te acogen hospitalarias. Eso fue lo que le cautivó de Europa, lo que justamente no tenía en su país: un lugar en el que se pueden hacer planes sin temer a que algo se vaya a estropear, a que el tren no llegue, a que reviente el alcantarillado, a que el tipo de la esquina te saque una pistola. Un lugar donde un niño que espera su bus escolar jamás morirá por una bala perdida.

Ella era brasileña, pero podía haber sido chilena o japonesa y descubrir que Madrid también es ese lugar donde la tierra nunca tiembla por un terremoto. O podía haber sido caribeña, y respirar en Madrid con la tranquilidad de que nunca la devastará un huracán. O africana, y disfrutar de una ciudad sin nubes de mosquitos portadores de malaria ni pelotones de niños soldado. O del Sudeste Asiático, y aprender que la palabra inundación tiene aquí otro significado. Podía haber sido siria, y tal vez algún día lograría acostumbrarse a dormir despreocupadamente, sin pensar en que un bombardeo puede reventarte en tu cama. O venir de China, y relajarse cuando la llamasen al timbre, sabiendo que es el repartidor de Amazon y no la policía política. Podía haber sido de la mayor parte del planeta, casi de cualquier sitio fuera de Europa, y experimentar esa misma sensación de que aquí la realidad es una trama sólida, un suelo firme que no se va a hundir por algún accidente natural o por algún desvarío humano.

Seguramente a ella le costaría entender que toda esa admirable cadena de certidumbres que nos sostiene es bastante reciente. Si hubiese nacido aquí en los años sesenta, habría escuchado a sus abuelos contar historias de Madrid no tan diferentes a las que hoy se cuentan de Aleppo o de Trípoli. Habría sabido que sus padres vivieron aquella época en que no siempre era posible comer tres veces al día y los sueños más felices versaban sobre un trozo de pan de trigo fresco. Desde la memoria de las generaciones anteriores le habría llegado el eco de un tiempo en que la realidad también aquí era una sustancia precaria, frágil e impredecible, que en cualquier momento podría arrastrarte en su derrumbe. Y cuando creciese, arrumbaría todo eso en el cuarto cerrado de los recuerdos infantiles; y, casi sin darse cuenta, viviría con la idea de que la realidad siempre había sido y siempre iba a seguir siendo así como era ahora: fiable, consistente, inexpugnable.

Hasta que un día descubriese que incluso aquí el mundo puede convertirse sin avisar en ese lugar amenazante y caprichoso que nunca ha dejado de ser en el resto del planeta. Ese mundo del que tratamos de librarnos estos días simplemente con pasar una página del calendario.

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