El año pasado por estas fechas me invitaron a escuchar a Raphael cantar en directo El Tamborilero en el Palacio de los Deportes, digo en el Barclays Center, perdón en el WiZink. De todas las cosas que echo de menos de los tiempos pre pandemia en Madrid, la que más añoro es el ambientillo que se creaba en los bares del entorno de este recinto antes de un concierto. Los grifos manando zumo de lúpulo, los vasitos de caña rulando por encima de las cabezas, el bullicio de la gente expectante, ansiosa, como si estuviésemos todos haciendo tiempo para abrir un regalo. En esos momentos de alegrí...
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El año pasado por estas fechas me invitaron a escuchar a Raphael cantar en directo El Tamborilero en el Palacio de los Deportes, digo en el Barclays Center, perdón en el WiZink. De todas las cosas que echo de menos de los tiempos pre pandemia en Madrid, la que más añoro es el ambientillo que se creaba en los bares del entorno de este recinto antes de un concierto. Los grifos manando zumo de lúpulo, los vasitos de caña rulando por encima de las cabezas, el bullicio de la gente expectante, ansiosa, como si estuviésemos todos haciendo tiempo para abrir un regalo. En esos momentos de alegría colectiva comprendías por qué te habías venido a la gran ciudad.
Recuerdo perfectamente la ilusión con la que acudí aquel día a este edificio colosal, que en Navidades tiene un brillo especial, como todos en esta zona de la ciudad de trazado reticular, donde las avenidas son anchas, los chaflanes de los edificios parecen proas de transatlánticos y los escaparates de los grandes comercios son luminosos como teatros. La Gran Vía lleva la fama metropolitana, pero son Alcalá, Narváez, Goya y O’Donnell las que, por la similitud entrañable que guardan con el Midtown, de verdad cardan la lana. El Palacio de los Deportes es el Madison Square Garden madrileño. Y en el Midtown nació, en parte, la historia de El Tamborilero.
Fue gracias a un ambicioso director de orquesta llamado Harry Moses que creció escuchando a estrellas de la canción en la Ópera de Nueva York y soñando con acariciar la gloria. Su amor por lo sinfónico le llevó a trabajar como arreglista para la CBS. En 1958 la 20th Century Fox le encargó un disco navideño. Como apertura del long play escogió una misteriosa canción a la que cambió el título por Little Drummer Boy. Pese a que él no la había escrito ni compuesto, la arregló y la firmó como propia. La canción se convirtió rápidamente en un éxito gigantesco en los Estados Unidos, donde permaneció en las listas de 1958 a 1962. En ese año la versionaron Ray Conniff y Bing Crosby. En 1963, Johnny Cash. En 1964, Marlene Dietrich o las Supremes. Y por fin, en 1966 le llegó el turno a Raphael, quien la popularizó en España y en todos los países de habla hispana.
Más de medio siglo después miles de personas siguen congregándose para escucharla en directo. Y es muy probable que ninguna de ellas, ni las que darán positivo en la PCR ni las que darán negativo, sepa que la verdadera compositora de la canción es una profesora de música de Massachusetts llamada Katherine Kennicott Davis, quien en 1941, después de una plácida siesta en la que soñó obsesivamente con la melodía de una tonada tradicional francesa titulada Patapán dio con el “po-rrom-pon-pón” que todos tan bien conocemos. Aunque la canción se le ocurrió a ella, él ha estado toda su vida cobrando por los arreglos. ¿No es un escándalo?