Volver a casa

Si todos los migrantes del mundo vivieran en un solo país, sería el cuarto más poblado del planeta

Las niñas del colegio de San Ildefonso Noura Alkrouh y Elizabeth del Carmen Roque Figuereo muestran en 2019 la bola con el número agraciado con el Gordo de Navidad.Óscar del Pozo (AFP)

Mi primer recuerdo de la Navidad son los niños de San Ildefonso cantando los números de la lotería. Era diciembre de 1999. Yo tenía siete años y el día anterior había llegado con mi madre a un país del que no conocíamos ni el idioma, ni las costumbres, ni la geografía. Pero esas bolas blanquecinas de madera en los bombos fulgurantes de latón, el cántico de los premios, el champán, son el único recuerdo brillante que tengo de mi primer día en España.

Resulta que un año después, en 2000, la ONU decidió decretar el 18 de diciembre como el Día internacional del Migrante. En la resolución se...

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Mi primer recuerdo de la Navidad son los niños de San Ildefonso cantando los números de la lotería. Era diciembre de 1999. Yo tenía siete años y el día anterior había llegado con mi madre a un país del que no conocíamos ni el idioma, ni las costumbres, ni la geografía. Pero esas bolas blanquecinas de madera en los bombos fulgurantes de latón, el cántico de los premios, el champán, son el único recuerdo brillante que tengo de mi primer día en España.

Resulta que un año después, en 2000, la ONU decidió decretar el 18 de diciembre como el Día internacional del Migrante. En la resolución se puede leer que un día para los migrantes era necesario por el “número elevado y cada vez mayor de emigrantes que existe en el mundo”. En 2019, ese número se hizo el más grande de la historia: había 272 millones de personas en todo el mundo residiendo en un país distinto al que nacieron. Eso son casi seis Españas. Catorce Chiles. Cincuenta y cuatro Finlandias. Si todos los migrantes del mundo vivieran en un solo país, sería el cuarto más poblado del planeta.

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¿Se lo imaginan? Un país lleno de personas que cuando dicen “casa” no saben muy bien a qué lugar se refieren. Que quizá arriesgaron su vida para mejorar la que tenían. Un país lleno de ilusos optimistas porque, como observó Hans Magnus Enzensberger en ‘La gran migración’ (Anagrama): “Nadie emigra sin que medie el reclamo de alguna promesa”. Sería un país curioso. Sería la peor pesadilla de Santiago Abascal que de nuevo volvió a utilizar en el pleno del Congreso y en la misma frase la palabra menas, niños migrantes que llegan sin sus padres en patera, y violencia.

Me pregunto si Abascal pondrá un belén esta Navidad en su casa. Imagino que sí, dado que su catolicismo ha sido pregonado a los cuatro vientos desde hace años. Me pregunto si como el papa Francisco, Abascal también piensa en María, José y el niño, como la familia de refugiados más famosa del mundo. Imagino que no. Imagino que aún así, su conciencia está tranquila, su sentido de la caridad intacto.

Puede ser que por culpa de una pandemia esta sea la primera Navidad de mi vida que no vuelva a casa. Que no celebre con mis padres los 21 años de nuestros primeros días en un país extranjero que ya dejó de serlo. Porque, le pese a quien le pese, todos tenemos derecho a elegir dónde está la casa de la que huímos y también la casa a la que queremos volver. Y a esa necesidad, igual que a la familia de refugiados más famosa del mundo, le dan igual las fronteras.

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