Guárdame el secreto

En los patios la gente se siente más libre para confesar, para contar al oído lo que sufre, lo que siente y anhela

El patio de vecinos frente a la casa en la que Saramago pasó sus últimos años en Madrid, en un edificio en el corazón de Malasaña.A.R.V

Cuando rehabilitaron el edificio, quedaron libres unos metros en la zona interior. El arquitecto se empeñó en aprovechar ese espacio y hacer una casita pequeña de dos plantas anexa al resto de pisos y apartamentos. El dueño aceptó, pero pensó que nadie la compraría. ¿Quién podía quererla sin vistas a la calle? Para su sorpresa, se convertiría luego en el hogar madrileño de José Saramago. En plena Malasaña. Un oasis sin ruido en la parte más gritona de la ciudad. Y con balcón directo al cielo.

La historia me la contó el propio vendedor mientras me examinaba y firmaba el alquiler de un pi...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Cuando rehabilitaron el edificio, quedaron libres unos metros en la zona interior. El arquitecto se empeñó en aprovechar ese espacio y hacer una casita pequeña de dos plantas anexa al resto de pisos y apartamentos. El dueño aceptó, pero pensó que nadie la compraría. ¿Quién podía quererla sin vistas a la calle? Para su sorpresa, se convertiría luego en el hogar madrileño de José Saramago. En plena Malasaña. Un oasis sin ruido en la parte más gritona de la ciudad. Y con balcón directo al cielo.

La historia me la contó el propio vendedor mientras me examinaba y firmaba el alquiler de un pisito en el mismo número de la calle madera. Nada más entrar, fui a ver la casa rodeada de las ventanas de los vecinos… y a su lado bajaban unas imprevistas escaleras. Raudo asalté los peldaños. Era el patio del edificio: escondido, asalvajado, con sus bancos, árboles y farolas. Me quedé horas allí, la urbe había desaparecido. El asfalto te ama y te devora a la vez. Hoy me siento solo de nuevo en una de las sillas recordando aquel momento y contando lo que falta para que acabe 2020.

Madrid está agujereado de patios. Todos vamos corriendo, sudando, empantanados en las pantallas de nuestros móviles, pero con el rabillo del ojo se pueden intuir cada vez que se abre un portalón o el forjado de una reja deja ver más de lo que se debería. Y allí es donde la gente se siente más libre para confesar, para contar al oído (ahora con mascarilla y distancia) lo que sufre, lo que siente, lo que anhela, lo que odia, lo que planea. Lo mundano y lo profundo.

Hasta nuestros políticos sucumben a los misterios de patio cuando se apagan las cámaras y ya no intuyen el flash. Son ellos. Entre cigarrillos, se sonsacan las mejores informaciones a los diputados en el de Floridablanca, en el Congreso, y bajo la gallardoniana cúpula del Palacio de Cibeles se escuchan los enigmas en voz baja de los concejales. Cuéntalo, pero no me cites, eh. El periodismo no sería nada sin esas conversaciones.

A pesar de los altavoces, los pitidos y la música manipuladora de las grandes tiendas, a la gente en la capital le gusta conseguir ese susurro con el riesgo morboso de que alguien te descubra. Buscando ese lugar que te lleve a la gloria o al infierno. Cada vez que uno intuye el número 31 de Doctor Fourquet no hay que pasar de largo, sino cruzar el portal hasta el fondo. Es el puro Madrid de los sueños, el patio de la escuela de interpretación de Cristina Rota. La verdadera obra de teatro de los jóvenes recién llegados a la capital, ensayando en las esquinas, algunos llegarán y muchos se quedarán por el camino. En esa misma ciudad testigo ahora de las citas furtivas y pandémicas al aire libre cuando todavía hay sol en el jardín del Institut français. Madrid es un patio, la vida es un patio. Guárdame el secreto.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Más información

Archivado En