La semana pasada cogí un autobús en avenida América, llegué con mucho tiempo de antelación, cosa rara en mí, así que decidí comprar un zumo y salir a la calle para hacer tiempo.
Mientras esperaba, todavía de noche, se me acercó un hombre, aseado, de mediana edad, me contó que dormía en la calle, me pidió un cigarro y le di tres, nunca he entendido ese afán de ayudar a cambio de dirigir la vida de los demás, dar un euro y sugerir que no se lo gasten en tabaco o en vino; siempre me ha parecido una demostración de clasismo y superioridad moral.
Yo le di los cigarros, él me dio las...
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La semana pasada cogí un autobús en avenida América, llegué con mucho tiempo de antelación, cosa rara en mí, así que decidí comprar un zumo y salir a la calle para hacer tiempo.
Mientras esperaba, todavía de noche, se me acercó un hombre, aseado, de mediana edad, me contó que dormía en la calle, me pidió un cigarro y le di tres, nunca he entendido ese afán de ayudar a cambio de dirigir la vida de los demás, dar un euro y sugerir que no se lo gasten en tabaco o en vino; siempre me ha parecido una demostración de clasismo y superioridad moral.
Yo le di los cigarros, él me dio las gracias y con un gesto sutil le expresé que la conversación había acabado, gesto que, o no captó o ignoró deliberadamente porque se quedó allí plantado explicándome su vida.
Me preguntó mi nombre, Annie, dije. Mentí.
Por alguna extraña razón me pareció peligroso que aquel hombre supiera mi verdadero nombre, cuando justo aquella mañana había facilitado mi nombre, mis apellidos, mi dirección, mi talla de pantalón, mi número de teléfono, una contraseña y repetir contraseña en una página de casting de la que nunca lograré ni un simple gracias.
Me contó que era de Carabanchel de toda la vida y que por circunstancias que no venían al caso había acabado viviendo en la calle.
Luego me comentó que le daba vergüenza pedir tabaco porque era consciente de que no era un vaso de leche o un plato de arroz, pero que le ayudaba a aguantar el hambre y le calmaba la ansiedad de la incertidumbre.
Me contó también que por la zona había un albergue, que es hacia donde se dirigía para desayunar y que no le entusiasmaba la idea porque ver a tanta gente en su misma situación le desesperaba.
“Algunos están peor que yo”, añadió. No sé decir si con pena o con orgullo.
Mi expresión corporal le indicaba que podía ir terminando con la conversación, mis oídos le escuchaban atentamente.
Por último me dijo que él tenía amigos y amigas de todas partes y que se llevaba particularmente bien con algunas chicas “como tú”.
¡Alarma!
“¿Cómo yo, cómo?”, me apresuré a preguntar en mi primera intervención en la conversación.
Y, la verdad, por cómo dijo “negra” supe que a aquel hombre le daba igual lo que cada cual hiciera con su vida y que había aprendido, como ley de la calle, a no rechazar una conversación o un gesto amable fuera del color que fuera.
Se despidió diciendo que él siempre estaba por la zona y que si algún día necesitaba algo o me veía en algún apuro que le buscara.
Y allí me quedé parada, a las siete de la mañana, entre la risa y el llanto, reflexionando sobre cómo en todo aquel rato ese hombre había estado en Pretty woman y yo, en La dama y el vagabundo.