Primer aviso
Sin llegar a los extremos de los patrioteros de hojalata a los que les sobran 26 millones de españoles exactos, los chats se nos están yendo de las manos
Me llamaron del gimnasio para ver si estaba bien. Qué riquiños. Ya les dije que iré por allí el 2 de enero, como siempre. Los propósitos de año nuevo son la carta a los reyes magos de los adultos. Los hacemos todos, con mayor o menor solemnidad, levantando acta por escrito o enumerándolos mentalmente, y se presentan en dos grandes categorías: la fija y la variable. Los primeros, compartidos, universales, son los repetidos, es decir, los que nunca cumplimos (ir más al gimnasio, por ejemplo) y los segundos, los que incorporamos según cómo hayan ido los 364 días previos. Si el CIS quiere saber de...
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Me llamaron del gimnasio para ver si estaba bien. Qué riquiños. Ya les dije que iré por allí el 2 de enero, como siempre. Los propósitos de año nuevo son la carta a los reyes magos de los adultos. Los hacemos todos, con mayor o menor solemnidad, levantando acta por escrito o enumerándolos mentalmente, y se presentan en dos grandes categorías: la fija y la variable. Los primeros, compartidos, universales, son los repetidos, es decir, los que nunca cumplimos (ir más al gimnasio, por ejemplo) y los segundos, los que incorporamos según cómo hayan ido los 364 días previos. Si el CIS quiere saber de verdad el estado de ánimo de los españoles, debería preguntar en los hogares del país qué le piden al 2021. Se puede engañar en intención de voto, pero nadie miente en la lista para los reyes magos.
Lo más probable es que los propósitos se hayan abaratado por la pandemia, como los sueños. Antes soñábamos que volábamos; ahora, que deambulamos sin mascarilla. Antes teníamos pesadillas con la última asignatura de la carrera; ahora, con contagiar un virus a un ser querido.
La oposición afea a menudo el desafortunado “salimos más fuertes” con el que el Gobierno terminó mayo, antes de que la realidad hiciera un fact check de los suyos: no salíamos, nos encaminábamos a la segunda oleada de contagios. Los políticos de todo signo padecen, cuando están en el poder, un optimismo patológico – los “brotes verdes”; el “España va bien”- que muta en un catastrofismo pertinaz en cuanto lo abandonan. Los dirigentes hablan de la Champions y suelen subestimar al enemigo, pero los dirigidos ya sabemos que la liga es larga y que no hay equipo pequeño.
En todo caso, uno es más fuerte, o al menos más eficaz, cuando conoce sus propias debilidades. El coronavirus muestra la fragilidad de lo que dábamos por sentado y saldremos más conscientes de lo importante, es decir, más sabios. Pero aún falta para eso, y de momento solo estamos más enfadados. Sin llegar a los extremos de los patrioteros de hojalata – y sus musas- a los que les sobran 26 millones de españoles exactos, los chats se nos están yendo de las manos. Y fuera de WhatsApp no es mucho mejor. Hay guerra de carteles en las comunidades de vecinos; llevamos permanentemente desenfundado el bolígrafo rojo, y a cualquier hora del día se producen linchamientos en la plaza pública de Twitter posteriores a juicios sumarísimos y muy concurridos. Entramos a cualquier trapo, abanderamos todas las causas, ya se haya tomado la decisión en la Comisión Europea o en el salón de un piso de estudiantes. Nos hemos convertido en árbitros de todo y no se perdona nada ni a nadie. Creo que mucho se debe a la falta de (con) tacto. Por eso mi primer propósito de año nuevo es inflarme a daros besos y abrazos en cuanto se pueda. Sin parar. Primer aviso.