La Revolución en Tirso de Molina
Los puestos políticos, preocupados por su desaparición, han vuelto a la plaza
Más de una vez he visto salir a los turistas (¿se acuerdan ustedes de los turistas?) de la estación de metro de Tirso de Molina y, en busca del Rastro, dar a parar a los puestos políticos que se montan en esa plaza los domingos por la mañana, donde un punk muy grande se come una bolsa de magdalenas al sol.
Un grupo de sonrientes chavalas anglosajonas, por ejemplo, que quieren comprar qué se yo en Ribera de Curtidores, pero lo que se topan son fanzines feministas, banderas rojinegras, propaganda anarcosindicalista, ensayos sobre ecología profunda, chapas de grupos de hardcore, libros sob...
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Más de una vez he visto salir a los turistas (¿se acuerdan ustedes de los turistas?) de la estación de metro de Tirso de Molina y, en busca del Rastro, dar a parar a los puestos políticos que se montan en esa plaza los domingos por la mañana, donde un punk muy grande se come una bolsa de magdalenas al sol.
Un grupo de sonrientes chavalas anglosajonas, por ejemplo, que quieren comprar qué se yo en Ribera de Curtidores, pero lo que se topan son fanzines feministas, banderas rojinegras, propaganda anarcosindicalista, ensayos sobre ecología profunda, chapas de grupos de hardcore, libros sobre Eskorbuto (la banda punk, no la enfermedad), enseñas republicanas, y una buena tropa de izquierdistas subculturales y anticapitalistas. Entre ellos el sindicato CNT que tiene ahí al lado sus locales históricos. Y ellas que solo querían una camiseta que dijera: “Estuve en Madrid y me acordé de ti”.
Es que el Rastro está más allá, y lo que se han encontrado las guiris son los puestos de eso que llaman izquierda extraparlamentaria y que llevan aquí desde la Transición, cuando sufrían ataques de los ultraderechistas Guerrilleros de Cristo Rey o Fuerza Nueva, más recientemente de Bases Autónomas. Cuando empezó la pandemia, los puestos, igual que el Rastro, fueron clausurados, y sus tenderos se preocuparon porque pensaban que les iban a hacer la trece catorce y, aprovechando la coyuntura vírica, echarlos para siempre.
No se puede fiar uno del Ayuntamiento: a principios de los 90 el controvertido concejal de centro (y carnicero) Ángel Matanzo, del gobierno del popular Álvarez del Manzano, conocido por su actitud de sheriff autoritario, había intentado echarles, sin éxito. Ahí, con un puesto, empezó también la célebre librería Traficantes de Sueños, que ahora tiene sede no muy lejos.
Han hecho manifiestos y concentraciones y ahora han regresado, con todas las distancias y las medidas de seguridad: el puño cerrado con gel hidroalcohólico. “Por el momento la policía no nos ha dicho nada”, me dice una mujer anarquista delante de una mesa llena de libros, “esperemos que siga así la cosa”. Ahí siguen, como la tribu de Astérix, siempre a puntito de hacer la Revolución entre las tiendas de las floristas.
Los puestos de Tirso también son Marca Madrid, porque es muy sano que en las calles de la ciudad haya vida y se expresen diferentes opciones políticas y culturales. En mi primer viaje en solitario a la capital, con 16 años, a ver a una novia punk, me llevaron a Tirso y vi yo que allí había mucho debate, y mucha algarabía, y muchas cosas que conocer, y que me pasaban un panfleto, y una litrona, y fue cuando a empecé a pensar que quizás tendría que mudarme a la gran ciudad, donde pasaban las cosas y se rozaban las ideas en las plazas.