Delibes y los santos inocentes

La Biblioteca Nacional dedica una exposición a este escritor del pueblo que siempre nos recuerda que las injusticias empiezan por la falta de ética

Exposición sobre la vida y trayectoria de Miguel Delibes en la Biblioteca Nacional.KIKE PARA

Decía Miguel Delibes que “la vida es el peor tirano conocido”. Desde que estalló la pandemia, la vida no deja de sorprendernos en esta función. Con o sin estado de alarma en todo el país y siempre con todas las autoridades, como el Gobierno central, el autonómico y el municipal, instándonos a la responsabilidad civil ante el avance imparable del coronavirus, no hemos dejado de ver fiestones de todo tipo. Algunos muy sonados en Madrid, uno de los peores focos en Europa. El problema de estos festines no es solo si son legale...

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Decía Miguel Delibes que “la vida es el peor tirano conocido”. Desde que estalló la pandemia, la vida no deja de sorprendernos en esta función. Con o sin estado de alarma en todo el país y siempre con todas las autoridades, como el Gobierno central, el autonómico y el municipal, instándonos a la responsabilidad civil ante el avance imparable del coronavirus, no hemos dejado de ver fiestones de todo tipo. Algunos muy sonados en Madrid, uno de los peores focos en Europa. El problema de estos festines no es solo si son legales o ilegales, sino lo que simbolizan: que la falta de ética suele ser tan contagiosa como el maldito virus entre todos los mortales.

A veces, entre estas fiestas, parece cumplirse a rajatabla eso que escribía el propio Delibes, gran cronista de su tiempo, en Cinco horas con Mario: “Hay vocaciones para pobres y vocaciones para gente bien, cada uno en su clase”. La cosa no ha cambiado. La vocación para los segundos es como si estuviese exenta de sacrificios, esos que, como chuzos de punta, caen sobre los primeros.

MANERAS DE VIVIR

De vocación para gente con ética sabía mucho Miguel Delibes, al que la Biblioteca Nacional dedica estos días una magnífica exposición con entrada gratuita. Bastaría solo con leer Los santos inocentes, esa monumental novela sobre los humillados, para comprender que la injusticia empieza cuando la vida en el cortijo sigue la misma rutina de siempre, unos mandan y otros obedecen, pero la falta de moralidad de los señoritos de la Casa Grande empieza a tener consecuencias directas en los demás.

El manuscrito de Los santos inocentes, así como otros manuscritos bellos por sus papeles añejos y fascinantes por sus tachaduras, correcciones y notas al pie de página, se pueden ver en la exposición a este escritor humilde, del pueblo. También se pueden contemplar algunos de sus primeros escritos y sus artículos en su querido El Norte de Castilla, del que fue director y al que se mantuvo fiel, rechazando dirigir el diario EL PAÍS en su nacimiento porque no podía separarse de sus dos pasiones: “El Real Valladolid Club de Fútbol y El Norte de Castilla”. Se pueden asimismo conocer sus apuntes universitarios como profesor y como estudiante, cuando encontró la inspiración de ser narrador en el libro Curso de derecho mercantil de Joaquín Garrigues, que le sedujo “por las múltiples combinaciones de la palabra”. Y observar de cerca el instrumento con el que hizo miles de esas combinaciones y erigió un edificio lleno de sencillez y sin artificios como fue su literatura: su máquina de escribir, que le acompañó siempre y que le regaló su esposa Ángeles de Castro, inmortalizada en la emotiva novela Señora de rojo sobre fondo gris.

Hoy, Madrid tiene una realidad degradada, donde empiezan a abundar seres como Azarías, personaje célebre de Los santos inocentes. Hombres y mujeres que “despiertan flojos y desfibrados, como si durante la noche alguien les hubiera sacado el esqueleto”. Hombres y mujeres que no tienen nada por lo que brindar gratuitamente, los mismos que llenan las colas del hambre en los centros de ayuda de los barrios de la ciudad.

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A la muerte de Delibes en 2010, escribió Javier Rodríguez Marcos en este periódico: “El dolor de las novelas de Delibes no es el de España, sino el de los españoles”. Ese dolor, repleto de cruda realidad, es el que debería preocuparnos por encima de todo, el que no se debería despreciar.


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