La lección de Richelieu
Este autoritario cardenal francés ha visto suficientes cosas como para saber que no hay que mirar con reprobación a la gente que bebe con ansia
Hay un bar en la zona de Prosperidad cuyo suelo replica los adoquines cuadrados de la acera y de cuyas paredes, adornadas con farolas de las de alumbrado público, sale el morro de un Jaguar que lleva ahí aparcado desde los ochenta. El garito se llama Garaje Hermético, en homenaje a ese cómic de Moebius que transcurría sobre un asteroide en el que se superponían varios mundos. Quizá por eso, porque su principal característica es que uno no sabría decir si es interior o exterior, allí nunca ha estado mal visto de todo fumar.
Hay otro bar, este en la calle Eduardo Dato, tras cuya barra de ...
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Hay un bar en la zona de Prosperidad cuyo suelo replica los adoquines cuadrados de la acera y de cuyas paredes, adornadas con farolas de las de alumbrado público, sale el morro de un Jaguar que lleva ahí aparcado desde los ochenta. El garito se llama Garaje Hermético, en homenaje a ese cómic de Moebius que transcurría sobre un asteroide en el que se superponían varios mundos. Quizá por eso, porque su principal característica es que uno no sabría decir si es interior o exterior, allí nunca ha estado mal visto de todo fumar.
Hay otro bar, este en la calle Eduardo Dato, tras cuya barra de capitoné negro los camareros, con chaleco y pajarita, sirven sándwiches mixtos y hacen malabares con botellas de ginebra y peppermint. Mis amigas y yo solíamos cerrarlo todos los jueves por la noche. A veces incluso por dentro. En una ocasión, hace tiempo (¿cuánto tiempo? ¿quién sabe ahora hace cuánto ocurrieron las cosas más recientes?) pasamos tantas horas sentadas en sus comodísimos sillones hablando a grito pelado y en bucle sobre cosas que no nos importaban ni a nosotras que los camareros-malabaristas metieron las farolas de hierro forjado lacado en blanco, los cojines florales de las reposaderas, las sillas de ratán, las mesas y todos los demás componentes del mobiliario exterior dentro del local, mientras nosotras, completamente ajenas al hecho de que nos estaban echando, seguíamos bebiendo con un ansia patibularia por el simple placer de hacerlo.
Aún no sabíamos que en unos meses tendríamos verdaderos motivos para esa ansiedad y que la absoluta necesidad de preservar la salud colectiva nos acabaría privando del vicio individual. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos sitiadas entre todos los elementos de la terraza, mientras desde una de las paredes nos vigilaba una réplica exacta del óleo con el que Philippe de Champaigne retrató en el siglo XVII a Richelieu, que así es como se llama el bar.
Este autoritario obispo francés, que para mantenerse en el poder censuró a la prensa, creó una red de espionaje propia y prohibió discursos políticos en las asambleas, no nos miraba con reprobación alguna porque, desde que le colgaron en esas paredes a principios de los años setenta, momento en el que inauguró este local, ha visto suficientes cosas como para saber que a Madrid como mejor se le aplacan los ánimos es con destilados. Tiene un poco de gracia que en manos de este virus caprichoso seamos bámbolas absurdas que tan pronto enloquecemos porque no podemos salir —de casa hace unos meses o de la ciudad en este preciso instante— como sufrimos porque no podemos entrar —en los garitos—.
¿A qué persona con un poco de sentido común se le ocurriría añorar en medio de esta crisis sanitaria lo de matarse a beber y a fumar? Y sobre todo. ¿Qué persona con dos dedos de frente no ve que esa pulsión tóxica es la esencia misma de esta ciudad?