Ahora que las cosas a ras de suelo empiezan a ponerse verdaderamente tensas cobra más sentido que nunca lo de que Madrid venda su cielo como reclamo turístico. Hay que reconocer que cuando esa masa inauditamente cyan amanece barrida de nubes por el viento de la Sierra es un bálsamo para los ojos, que son las claraboyas por las que entra luz al espíritu (acabas de rechinar los ojos al leer esta cursilería). El azulérrimo cielo capitalino es uno de los pocos activos de la ciudad que sabemos a ciencia cierta que no nos van a arrebatar, únicamente porque, a diferencia del suelo, no es privatizable...
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Ahora que las cosas a ras de suelo empiezan a ponerse verdaderamente tensas cobra más sentido que nunca lo de que Madrid venda su cielo como reclamo turístico. Hay que reconocer que cuando esa masa inauditamente cyan amanece barrida de nubes por el viento de la Sierra es un bálsamo para los ojos, que son las claraboyas por las que entra luz al espíritu (acabas de rechinar los ojos al leer esta cursilería). El azulérrimo cielo capitalino es uno de los pocos activos de la ciudad que sabemos a ciencia cierta que no nos van a arrebatar, únicamente porque, a diferencia del suelo, no es privatizable (acabas de fruncir el ceño preguntándote si de verdad no es posible vender el espacio aéreo); el cielo es también uno de los escasos lugares a los que se puede acudir en busca de respuestas ―bien por parte de los dioses, bien de las estrellas― ahora que los máximos representantes de las instituciones terrenales nos abandonan a nuestra suerte.
Otro refugio plausible es el diván, pero este, a diferencia del cielo, no es gratis. Ahora mismo, en algunos distritos de Madrid hay gente que solo puede contemplar la bóveda celeste si va de paso hacia el lugar de trabajo. Hay muchos casos y en estos días se han glosado los de las profesiones peor pagadas. Añado yo al santoral de héroes anónimos a un psicólogo majísimo y extremadamente profesional que viaja todos los días desde Vallecas, donde vive, hasta el aristocrático entorno de la plaza de Alonso Martínez, donde tiene su consulta, para atender a sus pacientes, gente suficientemente desafortunada como para necesitar ayuda psicológica pero suficientemente afortunada como para pagarla, y muy bien.
Este psicoterapeuta tiene doble mérito: está atrapado en una normativa cruel que le impide ir a ver a su familia ―residente en Usera― para encontrar alivio emocional los fines de semana en el afecto más antiguo, pero que al mismo tiempo le permite ofrecer asistencia a los demás en una zona privilegiada, como si él no estuviese viviendo también una situación terrorífica.
Desahogarse es un nuevo lujo en este Madrid segregado que necesita más que nunca asistencia psiquiátrica pues ha vivido demasiados años en estado de negación. Nos lo advirtió en mayo desde La Vanguardia el sociólogo y filósofo Ignacio Sánchez Cuenca en su columna La degradación madrileña, cuando nos dijo a la cara y sin paños calientes que “la autoimagen de Madrid es pura superchería”. En un artículo que entonces a muchos sonó como un resentido insulto barcelonés explicaba con pelos y señales cómo la decadencia de los sistemas públicos de esta comunidad autónoma es responsabilidad de un sector amplísimo del electorado (acabas de levantar las cejas preguntándote si formas parte de ese grupo), que lleva apoyando políticas neoliberales desde 1995. En aquel momento muchos se revolvieron como pacientes en un diván. Exactamente eso es lo que hacen los profesionales de la mente: mostrarnos sin ambages nuestros peores defectos, obligarnos a repensar nuestras decisiones y, aún a riesgo de que les rechacemos, abrirnos el cielo.