El diccionario del caos

Madrid es una ciudad con unos prejuicios de clase más viejos que el amor y unas redes clientelares más fuertes que el odio

Las puertas del Liceo Francés en Madrid.JOAQUIN CORCHERO (EUROPA PRESS)
Madrid -

Cuando llegué a vivir a Madrid empecé a trabajar en un nobilísimo palacete de la Castellana donde todo el mundo quería aparentar ser de clase media-alta, aunque aquellos historiados portones los atravesáramos por igual mileuristas que compartíamos piso y altos ejecutivos con chalet en Fuente del Berro. En esos primeros días madrileños me llamó mucho la atención hasta qué punto mis compañeros criados en la ciudad eran capaces de desmontarse los unos a los otros haciéndose una sencilla pregunta: “¿Tú a qué colegio fuiste?”.

El Rolex falso comprado a un mercader chino en el Soho neoyorquin...

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Cuando llegué a vivir a Madrid empecé a trabajar en un nobilísimo palacete de la Castellana donde todo el mundo quería aparentar ser de clase media-alta, aunque aquellos historiados portones los atravesáramos por igual mileuristas que compartíamos piso y altos ejecutivos con chalet en Fuente del Berro. En esos primeros días madrileños me llamó mucho la atención hasta qué punto mis compañeros criados en la ciudad eran capaces de desmontarse los unos a los otros haciéndose una sencilla pregunta: “¿Tú a qué colegio fuiste?”.

El Rolex falso comprado a un mercader chino en el Soho neoyorquino después de un viaje low cost y el traje de chaqueta acrílico de Zara adquirido en rebajas podían haber dado el pego un rato, pero aquella pregunta era capaz de desarmar la parafernalia simbólica del sujeto interrogado en cuestión de segundos: “¿Tú a qué colegio fuiste?” Después de obtener la respuesta, el interrogador usaba una mirada de policía biónico que parecía estar diciendo: “Ahora ya puedo ubicarte: nivel de ingresos, filiación política, genealogía familiar, gustos culturales”. El observado ya sería eso para siempre en la cabeza del observador y poco podía hacer para cambiarlo.

Al principio yo no comprendía aquel determinismo. No porque en la pequeña ciudad en la que crecí no hubiese colegios concertados (yo acudí a uno) sino porque, en mi generación, este dato biográfico no marcaba el destino de cada individuo de forma inexorable y si lo hacía, era más en favor del que hubiese asistido a un centro público, donde daban clase los profesores que habían conseguido su puesto por oposición (y por lo tanto habían sometido sus conocimientos y su valía a la aprobación de un tribunal superior) que del que hubiese ido al privado, que era donde en muchas ocasiones asistían los “repetidores” y “maleantes” de familias con dinero.

En esos momentos me gustaba pensar que el propósito último de la primera socialdemocracia -prestigiar las instituciones pagadas por todos- sí se había alcanzado en lugares pequeños, donde las bibliotecas del socialismo ochentero habían igualado a los ciudadanos por la vía cultural. Mientras tanto, en la capital aún funcionaban las viejas ideas del franquismo feudal. Esas que dictan que los ricos estudian con los ricos, y viven en el Norte y los pobres estudian con los pobres y viven en el Sur. Los primeros son “pijos”. Los segundos “obreros”. Madrid es una ciudad con unos prejuicios de clase más viejos que el amor y unas redes clientelares más fuertes que el odio. Su diccionario cultural es útil para cualquier político en periodo electoral (por eso Pedro Sánchez solía decir que se crio en Tetuán, un barrio de trabajadores con elevadísima población inmigrante y que estudió en el Ramiro de Maeztu, el instituto de la progresía radical). Si este diccionario cae en manos conservadoras puede ser un arma letal: usando sus simplones códigos es posible crear estigmas rápidamente, polarizar a la gente y, por arte de magia, desatar el caos social.

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