La ilusión
En esta ‘rentrée’ solo veo emocionados a dos tipos de ciudadanos: los niños y los políticos
El pasado domingo al entrar por la Carretera de Castilla a Madrid comprobé que algo se me había apagado dentro. Antes cuando llegaba a la ciudad y veía las Torres de Florentino recortadas en el horizonte, sentía una mezcla de incertidumbre y emoción. Después me acordé del celebrado comentario que un anónimo llamado Old Yeller (Viejo Gruñón) le dejó al humorista y productor Jerry Seinfeld en el texto que publicó la semana pasada en el New York Times en defensa de la Gran...
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El pasado domingo al entrar por la Carretera de Castilla a Madrid comprobé que algo se me había apagado dentro. Antes cuando llegaba a la ciudad y veía las Torres de Florentino recortadas en el horizonte, sentía una mezcla de incertidumbre y emoción. Después me acordé del celebrado comentario que un anónimo llamado Old Yeller (Viejo Gruñón) le dejó al humorista y productor Jerry Seinfeld en el texto que publicó la semana pasada en el New York Times en defensa de la Gran Manzana, una ciudad que los agoreros del covid dan por muerta pero a la que él se niega a renunciar.
“He sido conductor de taxi en Nueva York muchos, muchos años y tengo dos tipos de carrera favoritas. La primera es poco usual y consiste en recoger a alguien que acaba de salir del hospital después del nacimiento de su primer hijo. [...] La segunda es similar: se trata de una persona joven que viene por primera vez a Nueva York con un sueño. Yo soy quien le lleva a Manhattan desde el aeropuerto. Siempre insisto en ir por la parte superior del puente de la calle 59. La emoción crece mientras la ciudad se hace más y más grande conforme nos aproximamos a Manhattan. Finalmente, cuando llegamos a nivel del suelo, la rampa nos pone tan cerca de los edificios circundantes que casi podemos ver a la gente que está dentro. A la altura de la 62 Este, mi recién estrenado neoyorquino experimenta por primera vez la energía de la que se habla con tanta frecuencia. Es como ver a un niño aproximarse a una habitación llena de regalos de cumpleaños. Todo es posible”.
Los políticos se olvidan de que trabajan para el padre primerizo, el madrileño recién llegado y el taxista gruñón.
Ahora también es todo posible, pero para mal. Y los rascacielos están vacíos. Discúlpenme si soy agorera, pero en esta rentrée solo veo emocionados a dos tipos de ciudadanos. Los primeros son, a pesar de todos los pesares, los niños. ¿Quién no recuerda esa sensación alucinante de volver al colegio, tan similar a la noche del día de Reyes? Encontrarse con los viejos compañeros, ver de nuevo al que te gusta, estrenar alguna prenda de ropa (aunque este año sea una mascarilla), ir tomando posiciones en clase, poner a prueba un boli-cerbatana (a pesar del alto riesgo de contagio).
Los segundos son los políticos, que a diferencia de nosotros, también han podido volver a clase con total normalidad. A ellos se les intuye perfectamente en los ojos el brillo que a nosotros nos falta. Es normal: van a inauguraciones en coche privado, dan entrevistas y son escuchados; tienen un propósito, una meta, saben perfectamente de qué va su tinglado. Aún dentro de la catástrofe, en el fondo están encantados. Y es un espectáculo un poco obsceno tanto entusiasmo. Parece que se olvidan de que trabajan para el padre primerizo, el madrileño recién llegado y el taxista gruñón. No son conscientes de lo peligroso que es que las hormiguitas del capitalismo se estén quedando sin reservas del verdadero combustible que lo mueve absolutamente todo: la ilusión.