¿Jugamos?
No está escrito en ninguna parte, pero muchas pandillas se cierran, como esos productos envasados al vacío, con el convencimiento de que así durarán más
El coronavirus nos obligó a dejar de hacer muchas cosas que nos gustaban y nos puso a hacer otras nuevas. A algunos les dio por el pan. Yo me puse a cazar a Jack el Destripador.
Es un juego de mesa, pero puedes jugar con el Watson que quieras por videoconferencia. Compites contra Sherlock Holmes y se trata de esclarecer el misterio – la “huérfana encarcelada”, “la maldición de la momia”, unos leones asesinados…- usando menos pistas que él. Cuantas más pistas gastas, menos puntos tienes. Algunas vienen camufladas en periódicos de la época, y en el juego, curiosamente, los detectives van ...
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El coronavirus nos obligó a dejar de hacer muchas cosas que nos gustaban y nos puso a hacer otras nuevas. A algunos les dio por el pan. Yo me puse a cazar a Jack el Destripador.
Es un juego de mesa, pero puedes jugar con el Watson que quieras por videoconferencia. Compites contra Sherlock Holmes y se trata de esclarecer el misterio – la “huérfana encarcelada”, “la maldición de la momia”, unos leones asesinados…- usando menos pistas que él. Cuantas más pistas gastas, menos puntos tienes. Algunas vienen camufladas en periódicos de la época, y en el juego, curiosamente, los detectives van a los mismos sitios a los que solemos ir los periodistas: la escena del crimen – el Congreso o cualquier otro monte en llamas-, las casas de los testigos y la taberna. Los de Jack el Destripador, como se sabe, no se resuelven del todo, pero yo soñé que lo cogía y que luego me condecoraba la reina de Inglaterra.
La idea no fue mía, aunque me gustaría decir que sí, porque es buenísima. En rigor, es de un amigo de confinamiento. Hice cuatro durante el encierro, y ese mérito, también compartido, sí que me lo apunto. Un niño hace un amigo nuevo cada cinco minutos. Basta que haya otro niño, con o sin pelota, para que suceda. Pero parece que en la vida adulta dejamos de hacerlos, como si hubiese un cupo, y dejamos también de jugar.
No está escrito en ninguna parte, pero muchas pandillas se cierran, como esos productos envasados al vacío, con el convencimiento de que así durarán más. No se verbaliza, pero existe el temor a que un elemento nuevo distorsione la paz del conjunto, donde todos conocen ya los viejos chistes y el inventario de anécdotas, evocadas en bucle nostálgico. En cierta ocasión, alguno dudó, quiso introducir a alguien nuevo, pero desistió por temor a perder la votación –las pandillas son entes esencialmente asamblearios-. A veces experimentan bajas porque los amigos nacen, se casan y a menudo, se divorcian, pero las nuevas parejas no son estrictamente altas, sino amigos/as consortes. La amistad se ejerce generalmente en fin de semana y adopta las formas de la supervivencia: comer, cenar y beber. Y con la comida, ya se sabe, no se juega.
Yo venía ya con unos amigos de serie estupendos, pero el confinamiento disparó mis necesidades y salí – simbólicamente- a explorar. En aquellos durísimos momentos, cuando solo podías bajar a la calle a comprar víveres o tirar la basura, me agarré a las novedades como las celebrities sin maquillaje a las gafas de sol o el náufrago a la tabla. El tiempo avanza a una velocidad distinta cuando estás jugando, mucho más rápido. Y de eso se trataba. Me divertí como una enana y me quedaron secuelas: cuando nos dejaron salir a pasear por franjas, veía localizaciones para crímenes. Por ejemplo, la minúscula calle del Codo no es Whitechapel, pero en Madrid Secreto cuentan que Alatriste quedaba para pegarse justo allí y que Quevedo la utilizaba para orinar. “El escritor siempre elegía el mismo portal, por lo que algún vecino cansado con la situación pintó una cruz con un mensaje: ‘No se mea donde hay una cruz”. Quevedo rectificó: “No se coloca una cruz donde se mea”. A saber.