AZCA y el silencio de los Scalextric
En su día, las infraestructuras que cubrían el cielo de un asfalto y un cemento horribles no solo les parecían a muchos madrileños una idea buena sino también muy bonita
A veces se puede adivinar el futuro de una civilización, o al menos sus más secretas aspiraciones, echando un vistazo a los juguetes favoritos de sus niños. Cuando en los años 50 la industria automovilística se convirtió en la gran esperanza económica del mundo, se crearon miniaturas de los coches más veloces para que los chavales de entonces pudieran echarlos a correr sobre raíles en un invento que fascinó también incluso a reyes.
Cuenta Javier Marías en uno de los fascículos del coleccionable Memoria de la Transición (editado por este periódico hace ya casi 30 años y que ahora ...
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A veces se puede adivinar el futuro de una civilización, o al menos sus más secretas aspiraciones, echando un vistazo a los juguetes favoritos de sus niños. Cuando en los años 50 la industria automovilística se convirtió en la gran esperanza económica del mundo, se crearon miniaturas de los coches más veloces para que los chavales de entonces pudieran echarlos a correr sobre raíles en un invento que fascinó también incluso a reyes.
Cuenta Javier Marías en uno de los fascículos del coleccionable Memoria de la Transición (editado por este periódico hace ya casi 30 años y que ahora necesitaría cierta revisión) una anécdota que ilustra este particular: “En un ocasión fui a parar a unos billares del barrio de Salamanca y allí me sorprendí al ver a Juan Carlos (como se le llamaba entonces, sin preámbulos) con un nutrido grupo de amigos pijos jugando fervorosamente al Scalextric gigante”. Marías relata que el Borbón tendría entonces unos 30 años, es decir, era ya un hombre hecho y derecho que si quería, podía atravesar de cabo a rabo en su célebre moto una ciudad, la capital de su futuro reino, rodando a toda pastilla sobre los megalómanos pasos elevados, creados a imagen y semejanza del Scalextric, que habían empezado a surgir por toda la urbe. El parque de automóviles empezaba a crecer exponencialmente y aún no existía la M30 que abrochó de humo a la ciudad durante tantos años, así que a muchos madrileños aquellas infraestructuras que cubrían el cielo de un asfalto y un cemento horribles no solo les parecían una idea buena sino también muy bonita. No les podemos culpar.
Cuando en los años 80 los telespectadores adultos veían hacer sus negocios a un magnate del petróleo con sombrero de cowboy llamado JR en las oficinas de Dallas, los vástagos de aquellos televidentes amábamos Hotel, un juego de mesa que consistía en una versión tridimensional, brillante y espectacular del Monopoly en el que a los infantes se nos enseñaba a ser tiburones inmobiliarios y comprar y vender complejos hoteleros llamados President, Waikiki o Boomerang. Por eso cuando los niños de aquella generación llegábamos a Madrid por primera vez y veíamos los rascacielos del complejo AZCA alucinábamos de emoción: éramos todos hijos bastardos de Donald Trump.
Llegó a haber en la ciudad seis pasos elevados levantados –Atocha, Cuatro Caminos, Santa María de la Cabeza, Raimundo Fernández-Villaverde, Doctor Esquerdo y Joaquín Costa–. Solo quedan tres y uno de ellos, el de Joaquín Costa, está a punto de desaparecer. AZCA sigue ahí. Sus 7,5 kilómetros de calles subterráneas en dos niveles, sus 15.000 plazas de aparcamiento bajo tierra, y sus cientos de discotecas que llegaron a dar cobijo cada fin de semana a más de 30.000 personas nunca habían estado tan silenciosas. El juego favorito de mi sobrina de seis años se llama Volcán Aventura y evoca un mundo en el que los humanos volvemos a ir con taparrabos. No me atrevo a interpretar qué puede significar eso.