Maniquíes contra el virus
El mundo está lleno de gente pero, al mismo tiempo, falta gente para muchas cosas: aquí la solución
Qué decepcionante es siempre el futuro: pensábamos que nos iban a sustituir sofisticados robots y, al final, nos sustituyen los maniquíes. Estos artefactos generan esa inquietud propia de lo que parece humano pero no lo es, y han sido muy queridos en el mundo del arte, del teatro, de la performance y hasta en la (hipotética) Edad de Oro del Pop Español (por ejemplo, en Golpes Bajos o Radio Futura). Las personas interesantes solemos tener un maniquí en el balcón o en el salón. El mío se llama Pili y tiene el pelo azul.
Ahora, la directora de los Teatros del Canal, Blanca Li, que e...
Qué decepcionante es siempre el futuro: pensábamos que nos iban a sustituir sofisticados robots y, al final, nos sustituyen los maniquíes. Estos artefactos generan esa inquietud propia de lo que parece humano pero no lo es, y han sido muy queridos en el mundo del arte, del teatro, de la performance y hasta en la (hipotética) Edad de Oro del Pop Español (por ejemplo, en Golpes Bajos o Radio Futura). Las personas interesantes solemos tener un maniquí en el balcón o en el salón. El mío se llama Pili y tiene el pelo azul.
Ahora, la directora de los Teatros del Canal, Blanca Li, que es muy de este rollo, ha colocado maniquíes en los huecos del patio de butacas que hay que dejar libres por seguridad vírica. No tienen pelo, pero, no se alarmen, llevan mascarillas. La cosa esta bien pensada: son tan inertes como el público teatral, con la ventaja de que no tosen ni miran el smartphone.
Es bonito que en el mundo haya iniciativas así de surreales que nos saquen del tedio cotidiano. Aunque se pretenda dar “amor y calidez”, la cosa tiene un punto siniestro. Imagínense una peli con esa premisa, una platea llena de maniquíes: solo puede acabar en un baño de sangre. O imagínense quedarse dormidos durante la función y despertarse al lado de uno de ellos. Terrorífico. Estos maniquíes no tienen brazos, pero imagínense que los tuvieran y que, durante el segundo acto, la mano gélida del maniquí le tocara la rodilla. O imagínense, por último, sentir atracción sexual, porque hay maniquíes abstractos y minimalistas, pero hay otros que están buenísimos. Creo que la población ya tiene suficiente experiencia pandémica para afrontar un teatro semivacío sin venirse abajo emocionalmente.
La idea está, sin embargo, preñada de posibilidades postpandemia: los maniquíes deben de quedarse entre nosotros, formar parte de la nueva sociedad, una sociedad mejor. Por ejemplo, en esas obras teatrales que no se llenan ni de broma los maniquíes siempre serían muy útiles. ¿Qué solo hemos vendido dos entradas? El resto de maniquíes. No solo en el teatro: podremos llenar de maniquíes plazas de toros, conciertos, discotecas y hasta el Congreso de los Diputados, cuando sus señorías prefieran pasar de la sesión sin dejar un notorio hueco (así, quizás algún día legislen los maniquíes y promulgen leyes promaniquí). ¿Qué no hay lectores? Que lean los maniquíes. ¿Se están quedando vacías las iglesias? Que recen los maniquíes.
Es curioso: el mundo está lleno de gente y al mismo tiempo lleno de cosas para las que falta gente. Pero hay maniquíes. En algunos bares y restaurantes ya los están poniendo, pero en el mundo postviríco, si es que llega, no hará falta, que estos sitios suelen estar siempre a tope. Además, los maniquíes, por el momento, no beben. Y cuando beben se ponen pesadísimos. O igual el que ha bebido es usted.