La parábola del banana split
Si las letras de El Corte Inglés están encendidas, es que la economía está viva y, si la economía está viva, nosotros de momento podemos tirar
Todo español de bien sabe que las letras rizadas del logo de El Corte Inglés, creado por una mano anónima en 1962, representan la esencia misma del sueño capitalino y que bajo ellas siempre hay un circo multipistas del gasto en el que es posible encontrar desde un sombrero Panamá auténtico hasta una máquina mágica para tricotar. Si esas letras están encendidas es que la economía está viva y si la economía está viva, nosotros de momento podemos tirar. Cuando en este país aún no había libertad de voto, El Corte Inglés ya nos mostraba las maravillas del libre albedrío a través del derecho a compr...
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Todo español de bien sabe que las letras rizadas del logo de El Corte Inglés, creado por una mano anónima en 1962, representan la esencia misma del sueño capitalino y que bajo ellas siempre hay un circo multipistas del gasto en el que es posible encontrar desde un sombrero Panamá auténtico hasta una máquina mágica para tricotar. Si esas letras están encendidas es que la economía está viva y si la economía está viva, nosotros de momento podemos tirar. Cuando en este país aún no había libertad de voto, El Corte Inglés ya nos mostraba las maravillas del libre albedrío a través del derecho a comprar. Y cuando llegó la democracia, antes siquiera de que el estado autonómico abriese sus parlamentos, El Corte Inglés ya había creado sus sucursales en algunas capitales de provincias, para mostrarnos a los españoles todos los bienes que, como esa gente sofisticada que vivía en el centro de la Península, podíamos adquirir a plazos siempre que pudiésemos trabajar.
La primera vez que estuve en un Corte Inglés fue en Vigo. Nunca lo olvidaré, porque me tomé un banana split, ese helado barroco consistente en un plátano-góndola con tres bolas de helado y una sombrilla de papel para remar. Como veraneábamos en Sanxenxo, todos los años hacíamos una excursión a la ciudad olívica para visitar el templo de la banderita verde donde mis padres, entonces más jóvenes que yo ahora mismo, compraban con una anticipación inaudita los regalos de Reyes. Para hacerlo me dejaban en la cafetería con mi abuela, una mujer corajuda que entonces tenía la edad de mis padres ahora y que este año, si siguiese viva, hubiese cumplido un siglo.
Ese día, en su previsible papel de consentidora de caprichos, me dijo: “Pide lo que quieras”. Y lo hice. No calculé que lo que en la foto retroiluminada de la barra no parecía tan grande, era un gigante. Cuando tuve ante mí aquel delirio, me eché a llorar. Solo pude comer cuatro cucharadas, una por cada año que tenía. Me cayó una bronca morrocotuda porque “los mayores” pueden ser consentidores pero no imbéciles.
“Los mayores” es el eufemismo con el que se denigra ahora a la gente de más de sesenta y cinco años a la que se trata mal porque ya no pide préstamos ni son fuerza laboral. Hay “mayores” en Madrid que los domingos por la mañana van a misa a rezar pero los hay que acuden a El Corte Inglés a mirar. A estos últimos los entiendo perfectamente: en El Corte Inglés el tiempo se detiene porque la luz nunca cambia de intensidad y todos los objetos a la venta devuelven la fe en los esfuerzos que hacemos y en lo que en los últimos cien años hemos entendido por bienestar. Subidos en sus escaleras mecánicas todos tenemos exactamente la misma edad. Qué alivio que lo hayan reabierto y, por un rato, podamos dejar de pensar.