Inma monta un hospitalito para sus vecinos del devastado barrio obrero de Parque Alcosa, en Alfafar
Una enfermera de Urgencias pone en marcha un centro de salud improvisado en su pueblo para asistir a sus vecinos con ayuda de una doctora
Entre tanto barro pastoso, en medio de ese marrón que ha uniformado a toda l’Horta Sud, la comarca barrida por el tsunami que bajó furioso desde las tierras altas, se mantiene en pie, sucio pero práctico, un centro de mayores que Inma Azorín, una mujer enérgica de 50 años, ha reconvertido en lo más parecido a un centro de salud en mitad de la catástrofe. El hospitalito de Inma está en Parque Alcosa, ...
Entre tanto barro pastoso, en medio de ese marrón que ha uniformado a toda l’Horta Sud, la comarca barrida por el tsunami que bajó furioso desde las tierras altas, se mantiene en pie, sucio pero práctico, un centro de mayores que Inma Azorín, una mujer enérgica de 50 años, ha reconvertido en lo más parecido a un centro de salud en mitad de la catástrofe. El hospitalito de Inma está en Parque Alcosa, un barrio obrero de Alfafar con cerca de tres mil viviendas donde sus padres, sus tíos y otros vecinos salieron a la calle en los años 70 y 80 para reclamar una escuela y un centro de salud. Y hoy, 40 o 50 años después, la hija de Juan y Francisca se rebela contra el olvido y defiende un fuerte desde el que ayudar a los vecinos de la barriada.
Al día siguiente del desastre, después de perder el coche y la moto, de tener el garaje inundado, y, sobre todo, de lamentar la pérdida de algún amigo, Inma se fue al Ayuntamiento a ver qué se iba a hacer, a comprobar qué ayuda llegaba. Y nada pasó. A los dos días, muy harta, muy furiosa y muy triste, pidió ayuda y se puso a prestar asistencia médica a las decenas de pacientes que no tenían una ventanilla a la que dirigirse. A Inma le tocó soportar las críticas de los de arriba, que empezaron a llamarla, despectivamente, “la espontánea que va repartiendo pastillas”, cuando, en realidad, esta mujer que lleva varios lustros trabajando en urgencias, lo único que hizo fue lo que estaba esperando el barrio: asistencia médica.
Todo el mundo la para. Uno le pregunta dónde conseguir la medicación, un guardia civil quiere saber si ya tienen un desfibrilador, una chica le da un abrazo y ella baja corriendo por la rampa, justo al lado de la larga cola que espera su lote de agua y alimentos, para decirle a los conductores de un 4x4 que lleven a un paciente al hospital. Parece infatigable, a pesar del tute que lleva encima. Se mantiene fuerte y dice que no va a llorar. Pero luego recuerda a su padre, un tallista que vino de Yecla y que ya no está, y se emociona.
Inma, que va con unas mallas y unas botas de agua rojas, que lleva su nombre escrito en un papel sobre el pecho al que se le están despegando las tiras de celo, enseña el hospitalito. En la puerta está el mostrador donde se hace el triaje y dentro, donde manda Llumi, la doctora María Rosario Llumiquinga, una ecuatoriana que vino a España hace 24 años y que la primera noche, acorralada por el agua, durmió en el auténtico centro de salud, hay una sala para hacer las curas y los inyectables. La dependencia principal, con solo una camilla, está llena de enfermeras y voluntarios que han colocado los medicamentos debajo de los carteles que los identifican. Llumi dice que no solo atienden a gente con bronquitis o que necesita su medicación, sino que también a personas que aparecen con crisis de ansiedad o, por qué no, gente que necesita una dosis de afecto.
Inma no olvida que la Guardia Civil de Zaragoza, los GRS, y la gente del barrio adecentaron el hogar del jubilado, y que entonces empezaron a llegar médicos, enfermeros, celadores… para prestar ayuda. “El viernes a última hora, tres días después de la riada, vinieron de conselleria para decirnos que ya era un centro oficial y legal”.
Ella no para. Es su barrio. Así lo siente aunque hace dos años se comprara un piso en Massanassa, ahí al lado. Y no hay nada que le duela más que a la gente que luchó por el barrio cuando era joven, vecinos que hoy tienen 70 y 80 años, los han tenido abandonados durante días. “Podemos perder lo material, el dolor de perder a alguien es impensable, pero nos han hecho perder la dignidad como personas. ¡Tres días olvidados!”.
No hay mucho más tiempo para las lamentaciones. Alguien reclama a Inma desde dentro. Antes de irse recuerda que tienen de casi todo, pero que les faltan “puntas de aguja de insulina, tiras de insulina y algunas medicaciones muy específicas… Pero, sobre todo, un poco de orden y luz eléctrica”. Inma lucha por su barrio y por sus hijos, de 12 y 10 años, como sus padres lucharon por ella y su hermano hace décadas.