Opinión

Patrias y trincheras

Junto a la música militar caprina, refulge Marc Granell, nuestro mejor poeta desde Estellés

Xavi Sarrià, en un concierto en 2018.(c)dani codina (Òmnium Cultural)

Resacas. Junto a la música militar caprina suenan hoy, inevitables, George Brassens y Paco Ibáñez, que con la fiesta nacional se quedan en la cama igual. Sobre todo refulge Marc Granell, nuestro mejor poeta desde Estellés, aquel que mejor ha definido las banderas: Són taüts vells de seda onejant impertobables al vent i a la història del crim i la cobdícia, dice. Inflamen tots els cors, esclafen els cervells, remata. Así son los contornos simbólicos de la patria. La que sea.

La patria –otra patria, claro– vibraba hace unos días en el último concierto de Xavi Sarrià, alma y capitán de aquel club de los poetas muertos que fue Obrint Pas en la València de la resistencia, la València adrenalítica que desafiaba el boicot institucional a la música en valenciano, que plantaba la trinchera ante el desprecio por la llengua y la cultura propia, o por la lengua y la cultura a secas. Ayer, hoy: homes obscurs de tenebrosa lletra. Y Xavi Sarrià regresaba para despedirse. Canoso, con entradas y esa voz gastada que le han dejado los 47 y tantas noches de soñar utopías. Otra vez los puños al viento, la pedra en la barricada, el poder popular, el futur per començar, els combatents de l’últim front. Otra vez Guillem Agulló y ese grito ya fosilizado en salmodia, peligrosamente vacía, treinta y un años después. Otra vez esta semana la memoria de Miquel Grau, otro chico-símbolo de la patria y la antipatria cuarenta y siete años después. Y Xavi Sarrià cantaba. Y todos, cómo no, cantábamos con él. Pero nada, en el fondo, parecía igual. Porque ya nada era igual. El paso del tiempo. Las resacas de tanta lucha. El desencanto sin los Panero. Los hijos de los fans viendo cantar a sus padres en la platea numerada, ya no en la calle; viéndolos cantar ordenadamente por la tarde, ya no en la bohemia de la madrugada. Qué lejos las primeras canciones, las primeras emociones. Qué lejos la inocencia en la cara y los sueños en los pulmones. Qué lejos las mochilas vacías.

La pegatina. El Palleter: símbolo mítico de una patria huérfana de mitos. Actitud palletera: plantarse, hartarse y actuar. Ha vuelto El Palleter. ¿Por el finançament just? Pasapalabra. Ha vuelto por algo más simbólico. Dani Cuesta se ha convertido en el Palleter de Singapur. El aficionado del Valencia CF ha sido retenido con su esposa durante una semana por adherir una pegatina contra Peter Lim en uno de los edificios de Singapur que posee el magnate que controla el Valencia CF. Es curioso cómo una pegatina puede generarle a alguien más problemas que un estadio por acabar, un club deshecho anímicamente y una masa social con el sentimiento de estafa y ultraje. Es curioso ver las categorías del Código Penal a las que podía enfrentarse El Palleter de Singapur en función de si su acto se consideraba vandalismo, travesura o tontería. Es una brillante definición de aquello que se espera del patriotismo valenciano: vandalismo, travesura, tontería. El problema de no representar, nunca, un problema. De no tener trincheras temibles. Lo malo de la abdicación patriota. Lo bueno, también.

Los otros. Ella, la niña, debe de tener once o doce años. Su madre tendrá once o doce problemas que solucionar ese día. Ella, la niña, le dice a su madre que no quiere que la insulten en clase. Su madre, andando por la calle, le pide que les conteste. Pero ella, la niña, le dice que no es eso lo que quiere. Que quiere no decir ni que le digan.

Ella, la inmigrante sudamericana, mira con un velo de vergüenza mientras pasea del brazo a la anciana local.

Ella, la monitora, acompaña a ese grupo de jóvenes con discapacidad hasta el piso tutelado que comparten.

Ella, la cajera extranjera, le cobra el paquete de huevos al chico negro, de tan negro invisible.

Ella, la chica embarazada, mira como siempre al sintecho que como siempre está en el banco de siempre.

La patria y sus trincheras de verdad.

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