Opinión

Perdido en el supermercado

Si en algo se diferencia la vida de un mueble de IKEA es que no viene con un manual de instrucciones, y qué maravilloso es que así sea

La banda británica The Clash, que interpretaba 'Lost in the supermarket'.EFE

En junio encontré un trabajo de verano de cajero en un supermercado de mi comarca, La Canal de Navarrés, que compagino junto al resto de mis responsabilidades como comunicador y como adulto. Entre los clientes a los que atiendo (ciento veinte de media al día), destacan tres tipos: los habitantes de los pueblos de mi comarca, distinguibles a partir de nuestra forma de hablar característica; los habitantes de los pueblos aledaños, distinguibles porque son mayoritariamente valencianoparlantes y los turistas y residentes que provienen de otros países, distinguibles principalmente porque se dirigen hacia mí en inglés.

En una de esas ocasiones, tras darle su ticket a una clienta escocesa, me preguntó si veía muchas series estadounidenses, pues enseguida advirtió de mi deje “american” hablando en inglés. Justo en aquel momento me quedé pensando en que, tras llegar exhausto del supermercado, estoy dedicando muchos de mis ratos libres a ver Sexo en Nueva York y a arrepentirme por no haberla visto antes. Y, entonces, me sentí un poco como su protagonista, Carrie Bradshaw, quien escribe una columna contando sus correrías y las de sus amigas con su particular visión del mundo en el diario The New York Star.

Convertido en un columnista furtivo, empecé a tomar algunas notas en tickets usados en los (escasísimos) momentos de tranquilidad de que dispongo en mi jornada laboral en el supermercado. En otro de mis momentos de lucidez periodística, también informé a los señores clientes (y clientas) de que la Selección había marcado gol y nos habíamos clasificado para las semifinales. Lo mío siempre ha sido la información de servicio público, vamos. Un día, antes de empezar mi jornada laboral, iba con mi padre en el coche y sonó Lost in the supermarket de The Clash, una canción en la que el protagonista deambula, desesperadamente, por los pasillos de un supermercado buscando una felicidad temporal y fútil que lo aleje de la soledad y la monotonía que siente.

Al día siguiente, tras salir de trabajar me puse a hacer la compra y, como todavía llevaba el uniforme puesto, muchos clientes se dirigieron a mí para que les ayudase a encontrar las cápsulas compatibles con la cafetera de Nespresso, las galletitas Lulú o las costillas de cordero. Y yo, que soy cajero y todavía no conozco bien la distribución del supermercado, me sentí un poco como en la canción: perdido en el supermercado. Después de aquello, pasé los trece minutos que dura el trayecto en coche hasta mi casa pensando en que, cuando atravesamos la década que transcurre de nuestros veinte a nuestros treinta, nuestra vida se parece un poco más a la canción Lost in the supermarket que a Sexo en Nueva York, y buscamos, inconscientemente, una “oferta especial” que nos aleje de la rutina, sea esta laboral, intelectual o amorosa.

Este verano, a punto de cumplir mis veintiséis, me he dado cuenta de que, como le dice Alfredo a Totó en aquella escena tan bonita de Cinema Paradiso, la vida no es como la hemos visto en el cine. Y, si en algo se diferencia la vida de un mueble de IKEA es que no viene con un manual de instrucciones, y qué maravilloso es que así sea. Posiblemente, no encontraremos a la persona perfecta, ni el trabajo perfecto, ni tendremos la vida perfecta que los influencers nos enseñan a través de sus redes sociales. Pero, como reza aquella canción melódica de Julio Iglesias que suena a veces mientras cobro a los clientes en el supermercado, “las obras quedan, las gentes se van… Y otros que vienen las continuarán”. Por suerte, la vida sigue igual.

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