Nuestros abuelos y su mundo en extinción
Cuando mis hijos sean padres entenderán que el mundo cambia rápido, pero que la humanidad siempre permanece
Cuando murió mi abuelo sentí que el mundo perdía una forma de entenderse a sí mismo. Sentí que con él se apagaba un tiempo, una forma de hacer. Sentí que de algún modo se desvanecía una forma de ser que ya jamás sería. ...
Cuando murió mi abuelo sentí que el mundo perdía una forma de entenderse a sí mismo. Sentí que con él se apagaba un tiempo, una forma de hacer. Sentí que de algún modo se desvanecía una forma de ser que ya jamás sería. El hombre nació a la luz de una vela porque en su casa no había llegado la electricidad y 83 años después un servidor colgó una foto suya en Facebook el día de su muerte. La distancia entre un contexto y otro me invitaba a otorgar a mi abuelo el valor de ser símbolo, metáfora y estandarte de un modo de vida en extinción. Con él acaba una humanidad y empieza otra, pensé. Lloré por su ausencia y volví a llorar al pensar que mis hijos se perderían esa humanidad que él representaba. Me creía profundamente afortunado de haber podido ver con mis ojos ese cosmos ahora desaparecido y lamenté que aquellos que estaban por venir se hubieran perdido el espectáculo.
Iluso de mí. Cuando mi abuelo murió, mis hijos todavía no habían nacido. Pensaba en ellos como idea pero no eran más que eso, un futuro por venir. Cuando las criaturas llegaron de verdad, ese día, ese 18 de agosto en el que llegó la primogénita, aparecieron en el mundo dos nuevos abuelos. No eran mi abuelo, no llevaban su bastón, no lucían su pelo blanco, pero eran dos nuevos abuelos entusiasmados por la idea de serlo. Mi padre y mi madre se convirtieron ese día en el avi y la iaia. Dejaron de ser mis padres para convertirse —además— en abuelos de mis hijos.
Entonces, poco a poco, supe verlo. Al principio se me escapó. Pensaba que mis padres seguían siendo ellos, que querían con locura a la mayor y después al pequeño pero que, a fin de cuentas, seguían siendo eso que fueron. Estaba equivocado. Cuando les digo a mis hijos que irán sus abuelos a recogerles al colegio saltan literalmente de alegría. Cuando les llevo a su casa en el pueblo salen del coche corriendo a sus brazos. Juntos les dan de comer a los pájaros, cogen los tomates del huerto y pasean por el caminito del bosque a una velocidad que yo como padre no me puedo permitir. En mi casa el mundo va rápido y en la suya va a su ritmo natural. Es eso, el tiempo, la velocidad a la que corre para ellos, la calidad con la que pueden compartirlo con sus nietos, lo que convierte en abuelos a nuestros padres.
Creía yo que al morir mi abuelo el mundo perdía una forma de ser. Otorgué a mi abuelo la ardua misión de ser representante de un mundo extinto pero ahora veo a mis hijos jugar con sus abuelos y siento que nada se extinguió. Siento que la diferencia entre el mundo de unos y de otros sigue siendo gustosamente abismal, que cada generación tiene cualidades específicas, pero que estas cualidades nunca son estancas. Ahora sé que el mundo nunca se acaba y vuelve a empezar siendo otra cosa sino que sigue siendo todo el rato.
Habrá un día en el que mis hijos lloren la muerte de sus abuelos. Pensarán entonces que se pierde con ellos una forma de ser que ya jamás será. Cuando sean padres —si lo son— entenderán que el mundo cambia rápido, pero que la humanidad siempre permanece.