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Mi psicóloga de cabecera

Si no reforzamos de manera urgente la atención psicológica pública, nuestros jóvenes seguirán buscando consuelo en un interlocutor artificial que jamás podrá protegerlos

En su habitación, con el móvil en la mano y los auriculares puestos, una de cada cuatro chicas de entre 17 y 21 años en España le cuenta sus secretos a una inteligencia artificial. No a una amiga, no a una psicóloga, sino a un algoritmo. Entre los chicos, ...

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En su habitación, con el móvil en la mano y los auriculares puestos, una de cada cuatro chicas de entre 17 y 21 años en España le cuenta sus secretos a una inteligencia artificial. No a una amiga, no a una psicóloga, sino a un algoritmo. Entre los chicos, el porcentaje desciende al 12%. Los datos proceden del estudio Así somos: el estado de la adolescencia en España, publicado el pasado 11 de septiembre. La escena es impactante: la IA se ha convertido en la nueva confidente de una generación que busca a alguien —o algo— que los escuche sin prisas, sin reproches, sin gritos.

La inteligencia artificial ofrece la ilusión de una compañía que no juzga, lo que parece una acompañante perfecta: está siempre disponible, responde de inmediato, nunca se muestra impaciente. Un confesor digital que nunca bosteza ni mira el reloj. Pero tras esa máscara de comprensión no hay una persona, sino un código. Y esa diferencia no es un matiz: es un abismo.

Hace unas semanas, un adolescente de 16 años en Estados Unidos se quitó la vida tras seguir los consejos de un chatbot. La máquina le ofreció métodos más seguros para suicidarse e incluso cartas de despedida para familiares. En otros casos ofrece dietas restrictivas para jóvenes anoréxicas o imita una relación amorosa. Esa es la cara oculta del espejo: la IA simula comprensión, pero es incapaz de ejercer la labor esencial de un psicólogo. Porque un psicólogo no es un amigo; es un profesional que confronta, devuelve al paciente a la realidad y promueve conciencia y responsabilidad.

Ahora bien, no basta con culpar a la tecnología. La atracción que ejerce sobre los adolescentes también es síntoma de un vacío mucho más grave: la insuficiencia del sistema público de salud mental. Hace pocas semanas, una paciente se suicidó tras pasar 48 horas esperando en urgencias del hospital del Consorci Sanitari de Terrassa. En Cataluña hay 13 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, frente a los 19 de media de la UE, y la cifra de psicólogos en la red pública es todavía menor. Mientras tanto, el número de personas con cuadros depresivos se ha triplicado en los últimos años. En la sala de espera del sistema público, la salud mental caduca antes de recibir atención.

Los adolescentes, nativos digitales, encuentran en la IA una respuesta rápida al silencio que reciben de las instituciones. Y esa respuesta es atractiva, inmediata, pero peligrosa. Porque las máquinas pueden simular empatía, pero no pueden salvar vidas.

En consecuencia, si no reforzamos de manera urgente la atención psicológica pública, nuestros jóvenes seguirán buscando consuelo en un interlocutor artificial que jamás podrá protegerlos. La soledad digital no se cura con algoritmos, sino con profesionales capaces de acompañar de verdad. Y con amistades auténticas, de las que ríen, cantan y sueñan junto a nosotros. Apostemos por ellas antes de que la generación que crece en la soledad digital quede atrapada en un espejismo que puede costarles la vida.

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