Jessie Ware: el baile y la sonrisa del Sónar
La británica dominó en una noche que estaba llamada a pertenecer a Air
O Air no tienen la capacidad de convocatoria que se les suponía o la prolongación del Sónar diurno hasta las 23:00, donde al contrario que con el dúo francés sí que había posibilidades de baile, retrasaron la llegada del público a los hangares del recinto nocturno, que hasta más allá de la medianoche no comenzó a ocuparse con el gentío que caracteriza la noche del festival. Aún con todo, y pese a que la entrada no fue nada desdeñable, no se dieron las escen...
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O Air no tienen la capacidad de convocatoria que se les suponía o la prolongación del Sónar diurno hasta las 23:00, donde al contrario que con el dúo francés sí que había posibilidades de baile, retrasaron la llegada del público a los hangares del recinto nocturno, que hasta más allá de la medianoche no comenzó a ocuparse con el gentío que caracteriza la noche del festival. Aún con todo, y pese a que la entrada no fue nada desdeñable, no se dieron las escenas de masificación y atestamiento que quizás despidan en la noche del sábado al festival, que aún el viernes ofrecía entradas para la sesión de despedida. En todo caso, una multitud de bolsillo siguió la actuación de Jessie Ware, la diva por antonomasia de esta edición. Además de su divertidísimo concierto, figuras como Ben Bhömer o ya más tarde Kaynatrada, articularon una noche de hedonismo irrefrenable.
Eso sí, cada uno a su estilo. Tras el concierto de Air, en el que se pudo ver a una pareja bailando como manda Dalma, y que entre otras cosas dejó entrever que Moon Safari no ha envejecido bien y que su encaje en un hangar, en viernes noche, resulta complicado, el Sónar se reencontró con sus constantes vitales gracias a Jessie Ware. Festiva, con sentido del humor, ribetes de autoparodia, dominadora, simpática y empática, la estrella inglesa, una reina que caminaba por el escenario con resolución de plebeya, convirtió el Sónar Pub en una discoteca. Sólo faltaron centenares de bolas de espejos para que la caracterización ambiental fuese completa. Ella puso disco y funk poderosos, servidos por una banda eficiente, con coristas, bailarines y constantes guiños a la comunidad LGTBI, en especial cuando cantó You Are Beautiful, que no podía estar más feliz en un espacio y ambiente pintiparado. Como fuese que la actuación duró una hora, la londinense comprimió el repertorio en sus temas con más gancho, y ya sólo la apertura, enlazando That!, Feels Good!, Shake The Bootle, Ohh La la y Pearls desparramó la alegría desde el escenario. Los brazos de la multitud comenzaron a explorar el aire y las sonrisas se enseñorearon de todos y cada uno de los rostros. Para rematar la faena, la versión del Believe, de Cher y la final Free Yourself dejaron a Jessie como otra de las divas que han dejado marca en el festival.
Más tarde, en la enormidad inabarcable del Club, fue Ben Bhömer quien puso en práctica uno de los guiones de la música de baile electrónica, la contención del ritmo en las paredes del pantano hasta que su aceleración abre las compuertas para que anegue a la comunidad danzante. En el caso del alemán, apenas 30 años, no se decanta por el ritmo seco e impenitente de otras figuras, sino que lo moldea melódicamente mediante voces y coros que le confieren unos perfiles menos agresivos, más redondeados pero no por ello menos bailables. Es música de club para bailar casi cantando, como él mismo hacía, sin apartar la vista de un artista que en escena se divertía casi como quienes desde abajo le seguían sin dar descanso a sus pies. Cuando en la parte final de su set entró el remix de Father Ocean, la pista se rindió a este chavalín que se hermanaba con el perfil más bajo de edad de la asistencia.
Porque sí, la asistencia del festival, como el mismo festival, 31 años ya, está envejeciendo con el mismo certamen. Este hecho es más apreciable en el Sónar día, donde la cuarentena no es una frontera del más allá sino una realidad palpable. Las propias características de la programación, con el Sónar+D como buque insignia, están llamadas a interesar a personas ya con cierta formación, lo que comporta edad. Este envejecimiento del público, natural en todos los festivales con trayectoria, queda algo más limitado en la noche, donde la fiesta es un poderoso reclamo para las personas que aún no han llegado a la tercera década y que, por lo general, hacen acto de presencia la noche del sábado, idónea para quemar las naves. En la noche de ayer, habiendo veinteañeros, no parecieron un sector determinante del público.
Y eso que hacía falta ser joven y tener el aparato auditivo bien flexible para encajar la salvajada sonora que descargó Kaytranada en su actuación. El productor y dj haitiano-canadiense, que en su último disco muestra elegancia, tacto y brío sin renunciar al baile, antepuso unos graves saturadísimos y un volumen propio del derribo de las murallas de Jericó. A su lado, el shofar israelí parecería una bucólica flauta pastoril con una partitura new age. El público se mostró más anonadado que danzante, más bien impresionado ante aquella muestra de saturación y vibraciones, perceptibles en cualquier elemento fijo del espacio, aquejado de temblores. A las primeras de cambio sonó Hold On, espléndida pieza con voz de Dawn Richard, pero estaba claro que Kaynatrada no la quería limpia y satinada, sino casi punky. Pero lo que lastró su pase fue más bien una discontinuidad rítmica con parones y arrancadas que le restaron dinamismo, dadas las alocuciones que queriendo enardecer más bien frenaron a un público arrasado. Se podía esperar algo más de un productor tan reputado.
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