El ‘carpe diem’ de Depeche Mode

La banda de Basildon mostró vitalidad y vigencia en un concierto que acabó en una fiesta en el Palau Sant Jordi de Barcelona

Concierto de Depeche Mode en el Palau Sant Jordi de Barcelona, el sábado por la noche.massimiliano minocri

Pongámonos en el final, cuando la masa en un concierto es un solo cuerpo en comunión con quien está en el escenario. Esa multitud, ahora persona multiplicada por miles, movía los brazos de lado a lado, impulsada por un Dave Gahan que parecía mandar ejercicios a la chavalería del Gran Circo de TVE . Se bailaba con desatino y voluntad, con energía y entrega, sin miramientos, sin hacer prisioneros, sin temor al ridículo. Se bramaban los estribillos de las tres últi...

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Pongámonos en el final, cuando la masa en un concierto es un solo cuerpo en comunión con quien está en el escenario. Esa multitud, ahora persona multiplicada por miles, movía los brazos de lado a lado, impulsada por un Dave Gahan que parecía mandar ejercicios a la chavalería del Gran Circo de TVE . Se bailaba con desatino y voluntad, con energía y entrega, sin miramientos, sin hacer prisioneros, sin temor al ridículo. Se bramaban los estribillos de las tres últimas piezas, que salvado el primer bis, un precalentamiento en forma de Condemnation, no tocada en Madrid, eran la traca para reventar las últimas prevenciones, si es que alguna quedaba. Just Can’t Get Enough recordaba la alegría pop del grupo y el Sant Jordi, lleno, era un mar de burbujas, mientras Never Let My Down y Personal Jesus devolvían la estética al discurso severo y oscuro, no por ello menos bailable, del ahora dúo de Basildon. En el escenario las luces azotaban toda su extensión, proyectándose hasta el público, como buscando a quien ajeno lucía aburrimiento. Nadie. Sí, la gira recuerda en su título, Memento Mori, que todos hemos de morir, pero aunque buena parte de la audiencia se encontraba en esa franja de edad en la que eso ya no parece una opción remota, el carpe diem tenía mucho más empuje. Era el momento álgido de la noche, el que siempre llega sin por ello dejar de perder la emoción que de él se espera. Una sorpresa que no lo es, como saber que tras el primer final hay bises, pero un truco que como la paloma que emerge bajo el pañuelo continúa abobándonos felizmente. No somos tan complejos.

Todo ello había comenzado dos horas antes, y en una ambientación completamente diferente. Sonidos ásperos de corazón fabril en un escenario casi completamente oscuro. Gahan, primera muestra de estado de forma, hacía sentadillas como para retar a sus 61. Aún a oscuras se le veía el tipín de siempre. La mala vida, si la superas, puede cincelar anatomías. Sonaba My Cosmos Is Mine, misma pieza con la que, entonces oscureciendo pero con aún luz natural, abrieron su último paso por Barcelona, en el Primavera Sound del año pasado, ante un público quizás más joven. Pero en el Sant Jordi la pieza sonó más oscura, más acongojante, más tocada para que la voz de Gahan resonase por encima de la parca instrumentación. En la parte de atrás una M presidía la escena imponiéndose como un signo totalitario, el de un grupo que ha mandado desde los lejanos ochenta. Focos cenitales aguijoneando la escena en Wagging Tongue para comenzar a abrir la espita de los éxitos con Walking In My Shoes, It’s Not Good y Policy Of Thruth, en la que ya bailaba todo el mundo. La presión iba en aumento sin llegar a reventar las calderas como dos horas después. El repertorio, no muy diferente al del Primavera Sound y con leves retoques con respecto al ofrecido en Madrid días atrás, planteaba una autoafirmación de la banda a través del tiempo, y lo hacía con el entusiasmo de sus cuatro componentes, sólo dos de ellos históricos, Gahan, el pincel, y Martin Gore en un discreto segundo plano que sólo abandonó para interpretar en clave acústica, sólo con piano y voz, Strangelove y Somebody. El público, siempre detallista, respondió con lucecitas. Era el momento de Raymond Poulidor, el eterno segundón del ciclismo.

Actuación de Depeche Mode en el Palau Sant Jordi de Barcelona, el sábado. massimiliano minocri

Porque Eddy Merckx es Dave Gahan, un caníbal en escena. Pelo repeinado para atrás, cara de haber visto muchas cosas, bastantes de ellas oscuras, tanto como el negro dominante en su indumentaria, sólo blanqueada por una camisa de mangan anchas y gran cuello. Es fácil imaginarlo vestido de torero, pues hay un cierto aire taurino en sus saltitos, en su caminar despreocupado al que sólo le falta un toro plantado, rendido y exhausto a su espalda. Sólo le sobraría la montera, un gorro que como el tricornio parecen pensados para sentar de aquella manera. Fue el centro del espectáculo, dominador del pie de micro y recurriendo, como siempre y como siempre se espera, a ese giro sobre su eje con los brazos abiertos, algo que no todas las personas de su edad pueden conseguir sin el consiguiente mareo. Cambió dos veces su vestimenta superior, quedándose en chaleco bicolor y brazos desnudos en Ghosts Again justo tras el lucimiento vocal de Gore, y ya en chaleco negro para los bises. Sus botines blancos, como los negros de Gore, éste siempre en chaleco y con collares, fueron objeto de primeros planos. Los detalles cuentan.

El espectáculo estuvo tan centrado en Gahan que apenas usó el provocador, ese pasillo que se adentra en platea y permite que las miradas del público devoren de cerca a las estrellas. Fue casi una decoración sin apenas uso más allá de en cuatro o cinco ocasiones, la principal el inicio de los vises, con tres de los cuatro músicos en el extremo del mismo, sin el batería. Tampoco hubo un despliegue llamativo de recursos escénicos, más allá del inicial uso de tonalidades dominantes por cada tema, del azul al naranja pasando por el rojo, quizás el color dominante de la noche. Las pantallas, con señal diferenciada, una enorme central, dos laterales tamaño sello de correos, proyectaron en ocasiones clips, caso de Behind The Wheel, dedicada al fallecido Andy Fletcher, recursos como las manos enguantadas en blanco de un prestidigitador en Everything Counts, paisajes evocadores o la misma imagen del grupo en acción, casi siempre en riguroso blanco y negro. El rizo, si es que así puede considerarse, fue un picado de planos a gran velocidad que fue usado en un par de ocasiones, así como otros efectos de inspiración psicodélica. El mensaje pareció claro, ¿para qué imaginar si ya se sabe que todo mundo mirará al sex-symbol que demuestra capacidad de seducción a una edad cercana al Imserso? Pues eso, que baile y Gahan. Y bien que lo hizo.

De igual manera que sobre su prestancia física, ese tiempo impenitente no parece mellar tampoco la música del grupo, que hasta se permitió cerrar Enjoy The Silence, justo antes de los bises, cuando se mostraron las botas negras de Gore, con una guitarra casi funky. Sí, el mensaje estético del grupo es oscuro, no parece concitar la alegría, pero su alma pop, revestida con teclados y guitarra y hecha carne con una robusta batería acústica, acabó en juerga. De la oscuridad inicial al vital desparrame final. Veintidós canciones para rubricar una vigencia en buena medida centrada en un Dave Gahan pletórico, un barítono saltarín que aún se ríe del Memento Mori.

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