Doce campanadas

Termina el año y parece que se acaba el mundo, aun a sabiendas de que todo final puede ser un comienzo

Verbena de Año Nuevo, en la avenida Maria Cristina de Barcelona, el año pasado.Kike Rincón (Europa Press)

Los calendarios tienen algo de pedagógicos y algo de angustiosos. Por un lado, nos encadenan al paso del tiempo en sociedad, esto es, nos enseñan a quedar bien cuando marcan los santos y cumpleaños, las fiestas de recogimiento familiar y las fiestas mayores, las fiestas nacionales y los días señalados a nivel terráqueo. Gracias al patrón de los días, de las semanas y los meses, vivimos aterrizados y colectivamente, un poco a la fuerza, pero en general complacidos. ...

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Los calendarios tienen algo de pedagógicos y algo de angustiosos. Por un lado, nos encadenan al paso del tiempo en sociedad, esto es, nos enseñan a quedar bien cuando marcan los santos y cumpleaños, las fiestas de recogimiento familiar y las fiestas mayores, las fiestas nacionales y los días señalados a nivel terráqueo. Gracias al patrón de los días, de las semanas y los meses, vivimos aterrizados y colectivamente, un poco a la fuerza, pero en general complacidos. El objetivo es no estar demasiado solos, por más que, según el valle de lágrimas en que viva cada uno, los calendarios puedan molestar, como los mosquitos estivales o el goteo insomne de un grifo mal cerrado.

Hoy estaremos todo el día muy cerca del fin del año. En la Crónica de Jaume I, al fin de año se le llama el Ninou; nadie se acuerda. El caso es que hoy nos encontramos con una fecha fatídica, quién sabe si la más angustiosa del año. Más allá de la cadencia, de la rueda inexorable de la Naturaleza, que los calendarios traducen en celebraciones y efemérides, el fin de año alborota a todo cristo. En miniatura, claro, porque las alteraciones mayores acontecen en los cambios de siglo y con mucha mayor fuerza en los cambios de milenio. Sea como se quiera, nos parece que se acaba el mundo.

Durante esta semana hemos visto la electricidad que se apodera de nuestros amigos y familiares cuando se acerca el fin de año. Los más organizados tienen un plan, ya hace días, con el lugar y la gente estipulados. Los tardones buscan una fiesta en la que encajarse. Más de uno se habrá ido de viaje y se hará una fotografía debajo de algún campanario glamuroso, en una plaza nocturnal llena de gente. Otro nos enviará una fotografía de latitudes extrañas, sonriendo frente a un mar de color turquesa —un mar tradicionalmente empalagoso.

Fin de año significa también, y en este punto la angustia sube de temperatura, que hay que pasar revista. Toca mirar atrás y hacer el recuento de los aciertos y errores, de los que ya no están y de los recién llegados, de los que sufren. El año termina y recordaremos las aventuras que no tuvimos, pero nos proyectaremos en el año que comienza, el contador puesto a cero. Llena de fuerza proyectiva, una persona se propondrá dejar de fumar. Otra dirá que ya toca hacer deporte. Cerca de las doce campanadas, algunos llamaremos a quienes, por circunstancias de la vida, pasan el fin de año solos, acompañados por la televisión —y por nuestra llamada.

Fin de año se llenó de simbolismo para asustar a la congregación. Es el día del calendario que nos hace más humanos, esto significa más miedosos. Tanto es así, que se trata de una de las fiestas en las que el obligado de la alegría es más desgarrador, todo sea para contrarrestar el miedo cerval que nos da el fin del mundo. La buena noticia, sin embargo, es que mañana presentaremos la misma barriga, idénticas manías y, es importantísimo, dispondremos de todo un año por delante para cambiar las cosas que no nos gustan y para apuntalar las que sí.

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