Historias del ‘arrastrapobres’
“¡Estamos sufriendo!”, se podría gritar en el bus o el metro, y como mucho alguna persona despegaría unos segundos la mirada del móvil para regresar al ‘scroll’
La familia elige uno de esos asientos de cuatro: dos en el sentido de la marcha, y dos en un mareante contrasentido. Al lado del padre, se sienta la hija. El hijo, justo delante de él, habla sin cesar. “Bajaremos primero la nevera”, dice, en lo que en un principio suena a mudanza familiar. Es casi de mala educación mirar a la gente a la cara en transporte público, por muy lleno o vacío que vaya. Por no hablar de atreverse a saludar a todos esos desconocidos, a los que se ignora como si fuesen muebles. La leyenda cuenta que una vez una mujer de ...
La familia elige uno de esos asientos de cuatro: dos en el sentido de la marcha, y dos en un mareante contrasentido. Al lado del padre, se sienta la hija. El hijo, justo delante de él, habla sin cesar. “Bajaremos primero la nevera”, dice, en lo que en un principio suena a mudanza familiar. Es casi de mala educación mirar a la gente a la cara en transporte público, por muy lleno o vacío que vaya. Por no hablar de atreverse a saludar a todos esos desconocidos, a los que se ignora como si fuesen muebles. La leyenda cuenta que una vez una mujer de Malgrat de Mar dio los “buenos días” al entrar al metro de Barcelona. La historia sin contrastar aún corre por los pasillos del suburbano.
Pero resulta casi imposible no echar un vistazo disimulado, de reojo. La hija coge de la mano al padre. El cansancio se cuela por las ojeras, y los párpados hinchados de ambos. “Lo has hecho muy bien”, le dice ella. “Sí. Muy bien”, reafirma el hijo. La hija se pierde después a través de los cristales sucios de la ventanilla del 33. “Te das cuenta de que nada importa”, reflexiona en voz alta, en referencia a la vida en la calle. A la rutina, al estrés, a las obligaciones diarias, al agobiarse por agobiarse. “Ya, bueno, pero también hay que seguir adelante”, rebate el hijo, sobre la arrolladora capacidad que tiene la vida de continuar como si nada. Pase lo que pase.
El trayecto es largo, en un bus que cruza la ciudad de punta a punta. “Cuando veníamos a Barcelona”, empieza el padre. “Papá”, le interrumpe el hijo. “No hables en pasado. Es importante cómo te enfocas”, le insiste. La hija los mira a los dos, y les confiesa su fórmula. “A mí me ayuda bastante mirar una serie que se llama Catástrofes aéreas. Mientras miro sus desgracias, desconecto de las mías. A mí me sirve”, les recomienda. “Pero no a todo el mundo le funciona eso”, replica el hermano. Aunque él se ha distraído con “la de una mossa d’esquadra que se vuelve loca y los mata a todos”. “Algo de El coche en llamas…”, indica. “El cuerpo en llamas”, le corrige el padre. “Esa, esa. Está muy bien. Es muy real”.
Después de un silencio, el padre no puede evitar emocionarse. “No llores”, le aprieta la mano fuerte su hija. “Tiene solución. Puede mejorar. Ahora será clave estos días”, le anima. Se anima. El hijo va enviando notas de voz, que suenan a trabajo inaplazable. “Lo que pasa es que en mamá ha ido súper rápido. Y nadie en el CAP [centro de atención primaria] pensó que podía ser eso”, añade ella. “Menos mal que tú estuviste atento”, le agradece en la intimidad de un bus atestado de gente. No hay necesidad de hablar bajito o susurrar al oído. “¡Estamos sufriendo!”, podrían gritar, y como mucho, alguna persona despegaría unos segundos la mirada del móvil para regresar al scroll.
El transporte público desplaza a diario a millones de personas, con 371 millones de viajes en metro y 173 de autobús en el año 2022. “Son como autómatas”, explica un conductor, sobre la actitud de los usuarios. Trabajadores. Jóvenes. Jubilados. Un paisaje que cambia según la hora del día, y la zona. “Muchas mujeres”, añade. Un lugar silencioso y ruidoso a la vez, cargado de historias eclipsadas por los pensamientos propios. El sitio perfecto para compartir secretos y penas todo lo alto que uno desee sin que nadie se inmute. El escritor italiano Nicola Lagioia cuenta en La ciudad de los vivos (Random House) que los amigos pijos de los asesinos de Luca Varani lo definían como el “arrastrapobres”. Vagones y vehículos que algunos no han pisado ni pisarán jamás; viajes cargados de calor humano o de aire refrigerado que nunca sufrirán; el pánico ya olvidado en la pandemia de contagiarse del estornudo del soñoliento del al lado que jamás (por favor) sentirán.
A los alérgicos a dejarse transportar en masa sí se les oirá, en cambio, quejarse amargamente del tráfico en una ciudad imposible. Y de lo duro que es cruzar Vía Augusta para llegar a Francesc Macià de una forma rápida y ágil, en una Barcelona donde los turismos en los barrios con rentas altas superan de largo los del resto de la ciudad (444 coches por cada mil habitantes en Tres Torres en 2021, frente a los 284 de media). Solo faltaba ahora el carril bici. Mientras, se seguirán abriendo los pulmones por sus calles contaminadas, esperando que durante muchos años los beneficios del deporte superen a los daños de la polución.
Cuando menos se espera, el padre, la hija y el hijo se apean del autobús. Tantas preguntas sin responder que se esfuman por una salida de apertura automática, que de retrasarse tan solo un segundo, desata iras hasta ese momento inimaginables. “¡Puertaaa!”, se desgañita la mujer con un coletero rosa que, silenciosa, disimulaba como nadie el vozarrón que lleva dentro. Después del susto, y sin la familia de tres a bordo, el articulado ha recuperado su tono gris amorfo de un lugar en el que ya ni siquiera se puede pagar en efectivo. “No moleste al conductor”, avisa un cartel preventivo contra la cháchara que antaño se compartía con el jefe del bus. Se está acorralado. O el móvil, o la enajenación.
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