Harry Styles: el espectáculo de la juventud
El cantante inglés sedujo al Olímpico de Barcelona con un concierto pop muy bien conceptuado
El entusiasmo se iba deshojando a medida que se subía al Estadio Olímpico de Barcelona. Plumas de boa, prenda distintiva de la noche junto con sombreritos vaqueros de fantasía festoneados con purpurina, quedaban en el suelo tras desprenderse del complemento, marcando un camino multicolor hacia el cielo. Ese cielo se llamaba ayer Harry Styles, un guapo razonable de esos que no provocan giros de cabeza, ...
El entusiasmo se iba deshojando a medida que se subía al Estadio Olímpico de Barcelona. Plumas de boa, prenda distintiva de la noche junto con sombreritos vaqueros de fantasía festoneados con purpurina, quedaban en el suelo tras desprenderse del complemento, marcando un camino multicolor hacia el cielo. Ese cielo se llamaba ayer Harry Styles, un guapo razonable de esos que no provocan giros de cabeza, simpático, con mirada de pillín pero romántico, de esos chicos de los que te puedes fiar si te dicen “te quiero”. La abrumadora presencia femenina, de perfil adolescente y veinteañero, era un río humano estrenando la vida con esa ilusión que provocan las cosas en las que se cree emocionalmente, en esos años en los que todo parece trascendente pues todo es nuevo, o casi. Jornada así de alta tensión efusiva por parte de un público tan agradecido y cómplice que bailó de verdad hasta con las teloneras, Jet Leg, y después, antes del concierto, con la megafonía que regaló Queen, Beatles y Rosalía. Vaya, tanta emoción como entre los fans de Dylan, sólo que estos, más mayores y conspicuos, ya no exteriorizan algunas emociones. Ellas sí.
Con ese ambiente Harry Styles demostró varias cosas en un Olímpico lleno, claro está. Primera que el pop tiene una salud de hierro. Segunda que para mantenerse sano hay veces que ni precisa renovación a fondo, pues Styles hace pop inglés clásico con pespuntes de funk, neo-soul y rock. Tercera, no por mucho hablar de amor éste suena necesariamente manoseado, y eso que Styles no canta letras de profundidad abisal, sino de las zonas donde el sol ilumina el mar y la vida es una sonrisa mecida por las olas. Cuarta, aún hay espacio en los escenarios para bandas aparatosas de toda la vida, con sus secciones tradicionales e incluso reforzadas con músicos de viento turbo alimentado tecnológicamente. Quinta, las coreografías pueden quedar reducidas a los movimientos y bailes de la estrella, sin más, como pasó con Styles, un dominador sin alharacas, un bailarín suelto y sin reglas que hace del dinamismo su enseña. Sexta, el espectáculo no tiene porqué resultar deslumbrante si hay carisma en la estrella, y Styles, mostrado en seis enormes pantallas convergentes en el centro del escenario, se bastó con lucir tatuajes –muy naïf la mariposa del inicio del vientre- para e vitar que nadie tuviese que devanarse los sesos con ideas visuales y proyecciones que complementasen su figura. Si a eso añadimos la presencia de mujeres en la banda, inclusive en instrumentos tan tradicionalmente masculinos como la batería, y se sabe aprovechar lo que el público lanza al escenario, como esa bandera LGTBI que una vez ondeada por Harry acabó en la cabeza de un trompetista, todo el mundo se puede sentir apelada e integrada en un show que supo aprovechar la extraordinaria energía, entrega y alegría de aquel vasto paisaje juvenil.
Hizo veinte piezas, repertorio algo más largo de lo habitual, con su último disco como el más representado y un sonido tirando a atronador entre otras cosas gracias a la algarabía de los metales. Podría haber interpretado Daylight, aprovechando que estaba en Barcelona, con esos teclados que evocan a Ferran Palau, pero prefirió Stockholm Syndrome, una de las dos piezas que hizo de su exbanda de chicos guay, One Direction. Puede que sus parlamentos se hiciesen en ocasiones largos –ese momento de la chica que quería le leyese sus notas académicas se antojó estirado, aunque sólo por ver la cara de emoción de Paula, bilbaína, ya se hacía más corto-, pero por debajo, soterrado, había un humor que le llevó a lucir autoparódicamente su pronunciación de buenas noches Barcelona, buenas noches Catalunya y hola España, saludos que repitió varias veces.
Lo dicho, un pillín con chaleco azul con brillos para mostrar torso, con tatuajes apelotonados en los brazos y otros que surgían del pantalón, ajustado sin asfixiar, permitiendo conjeturar dónde y cómo acabarían por su parte baja. Y no se cambió en sus casi dos horas de actuación, abierta y cerrada con dos extremos de su repertorio: Daydreaming, un pop-funk con Brothers Johnson en la memoria y la rockera Kiwi. Casi dos horas de brazos en plan fideuá, móviles extenuando la batería y alegría sin límites con gargantas castigadas por la euforia. La belleza y el entusiasmo de la juventud bajo el manto del pop de consumo, de un espectáculo para mayor gloria de los ídolos que no parecen ensimismados. El sueño de una noche de verano.
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