La belleza del error, en el ADN del Sónar
Ryoji Ikeda y Dayto Manabe iluminan el festival diurno, que en la noche acogió al iconoclasta Aphex Twin
Llevaba 11 años sin dejarse ver en el festival, y cuatro sin pisar un escenario. En la noche de ayer lo hizo en el Sónar de noche. Richard D James, un profeta díscolo de la IDM (música de baile inteligente), una música que a veces es tan perspicaz que no es de baile, rey de las sorpresas y poco amigo de los convencionalismos, se hizo carne en el escenario más grande de la Fira de l’Hospitalet ante una multitud precisamente dispuesta a dejarse sorprender. Con cinco minutos de adelanto apareció, es un decir, en...
Llevaba 11 años sin dejarse ver en el festival, y cuatro sin pisar un escenario. En la noche de ayer lo hizo en el Sónar de noche. Richard D James, un profeta díscolo de la IDM (música de baile inteligente), una música que a veces es tan perspicaz que no es de baile, rey de las sorpresas y poco amigo de los convencionalismos, se hizo carne en el escenario más grande de la Fira de l’Hospitalet ante una multitud precisamente dispuesta a dejarse sorprender. Con cinco minutos de adelanto apareció, es un decir, en escena, dentro de una especie de jaula semicircular que parecía un púlpito del futuro. Presidiendo el escenario, su símbolo. Y comenzó el ruido, ese que en las películas de ciencia ficción se usa para ilustrar el acercamiento a la Tierra de las naves extraterrestres que pretenden destruirla. Entró más ritmo, pero al poco tiempo pareció que el ambient con trasfondo de serrería se imponía. Era sólo el comienzo. La noche se abría.
En la tarde reinaron dos conceptos tan aparentemente antitéticos como ruido y precisión. Ofició Ryoji Ikeda, impasible, de negro, con la gorra calada de forma que había que llegar hasta la valla del escenario para comprobar que además llevaba gafas negras, a la sazón como algunos asistentes. Este artista representa una de las facetas más populares del Sónar, la del artista que cuestiona la propia tecnología haciendo música a partir de los errores de los programas, ese estilo que él comenzó a popularizar en los años 90. La cuestión es que en un mundo que idolatra la tecnología los hay que se apoyan en sus disfunciones para hacer música. En su escenario, el Hall, hubo de restringirse el acceso del gentío que había dentro, con todo el mundo fascinado por un espectáculo en blanco y negro en forma de códigos fuente que en pantalla también se interrumpían. Austeridad visual, precisión sonora, una nitidez absolutamente sobrenatural, capacidad quirúrgica para extraer del ruido un sentimiento humano que también se manifestó con humor. En uno de los cortes, un robot llamado ULT 708X intenta contar hasta treinta y nunca lo consigue, una forma de descreimiento tecnológico escrito con tecnología punta. ¿Un oxímoron? El nudo de esta música, denominada glitch, es que ruido y finura quirúrgica se hermanan. Para añadir sabores, unos graves que tumbarían las murallas de Jericó dieron corporeidad a esta música de aire matemático pero que puede recordar por instantes al sonido de uñas rascando pizarra.
Pero en la tarde del festival no todo fue tan conceptual. Uno de los primeros en actuar fue Merca Bae, productor local de estrellas como Bad Gyal que se estrenaba con un show en solitario, 2048. Y no acabó de funcionar, quizás por ser demasiado de autor. En el Sónar el público quiere estar a las 17:00 como 12 horas más tarde; es decir, a tope, disfrutando con el baile si baile es lo que espera. Y esperaba baile cuando lo que se encontró fue un directo que amagaba con dembow, seguía con un bombo a más de 100 BPM (golpes por minuto, estacazos en este caso por su potencia), en su parte final se acercaba a una especie de drum & bass bastardo y todo ello sin la continuidad necesaria para bailar sin descanso. No fue quizás tanto problema de la propuesta como de lo que esperaba el público de ella, y desde luego no esperaba tantos valles sin ritmo. Eso mismo notó poco después Albany en ese mismo escenario, tanto que tras cantar Una loca afirmó que el respetable estaba un poco dormido. Poca psicología cuando se trata de despertarlo. Al poco comenzó My Crush y la interrumpió. Más tarde el concierto tomó algo de vuelo, pero en los festivales los conciertos han de ser vencejos, todo se hace en pleno vuelo.
Por si fuera poco, en el exterior, en el Village, Ahadadream apelaba a los bajos, la percusión y un ritmo más bien continuo que recordaba la raíz tribal del techno. No era techno sino a veces kuduro o gqom, un género percutivo africano, tambores a mansalva. Por cierto, este espacio genera el futuro ruido del Sónar, ya que cuando no hay actuaciones, el parloteo del público rebota en el techo que lo protege del sol y reverbera en un sonido que muy bien conocen quienes viven en una plaza con terrazas. Sólo falta que algún artista lo samplee y sobre él construya la banda sonora del festival que produce gracias a la asistencia su propia música. Cerca de allí se ubica uno de los espacios más preciados del Village, un rincón con más de una veintena de ventiladores y zonas donde desparramarse idóneas para capear la canícula. Y metidos en términos no estrictamente artísticos, resulta un espectáculo total el movimiento de técnicos cuando acaba un concierto. Surgen de todos lados y por arte de birlibirloque hacen cambios en apenas 5 minutos. Merca Bae llevaba ordenadores para surtir una sucursal bancaria, y en nada todo desapareció para dar paso a Albany. Con el rock esto hubiese sido cuestión de horas y la continuidad de los escenarios se iría al traste.
En otro de los escenarios confortables del festival, el Complex+D, un auditorio con butacas, actuaron Desert, un dúo local que tras más de diez años de actividad acaba de publicar su excelente primer larga duración Caos sota el cel. Dos de sus más vistosas canciones No pots perdre el control y Serà l’Eco ya sonaron a las primeras de cambio, con Cristina Checa y Eloi Caballé recortándose contra la pantalla que oscurecía sus rostros y sólo dejaba ver sus siluetas. La de Cristina teatralizando sus interpretaciones vocales, cálidas, en una propuesta de pop con electrónica que bebe del club, aunque sin acelerar, del trip-hop más contemporáneo y que toma los rasgos pausados de las baladas. Fino, delicado, hermoso y nocturno. Sonidos del Sónar diurno que continuaron apelando al ruido con Daito Manabe a base de ráfagas que alternaban belleza emocional e inquietud digital, ¿otro oxímoron?, en medio de un espectáculo visual precioso. The Blessed Madonna apretó el baile ya en la recta final de una jornada diurna en la que pareció que se oía hablar inglés menos que otros años. Los vuelos se han puesto por las nubes.
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