Michael Bublé: canciones, sonrisas, chistes y autógrafos

El cantante canadiense, un espectáculo en sí mismo, convirtió el Sant Jordi de Barcelona en una extensión de Las Vegas

El cantante y compositor Michael Bublé durante su actuación en Madrid esta semana. Ricardo Rubio / Europa PressRicardo Rubio (Europa Press)

Está por encima de los estilos, de las corrientes, de las modas y de las categorías destinadas a compartimentar la música. Es “la calidad”, un valor inaprensible que cada uno identifica con una forma de hacer, todo y que hay un consenso universal que señala que aquello que tiene calidad no puede ser malsonante, atropellado, agresivo o incómodo, sino más bien confortable, asequible, bien hecho y mejor acabado, como las mejores construcciones o los coches más lujosos en los que está medido hasta el mínimo pespunte de la tapicería de cuero. El grupo Ciudad Jardín sublimó con ironía este concepto ...

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Está por encima de los estilos, de las corrientes, de las modas y de las categorías destinadas a compartimentar la música. Es “la calidad”, un valor inaprensible que cada uno identifica con una forma de hacer, todo y que hay un consenso universal que señala que aquello que tiene calidad no puede ser malsonante, atropellado, agresivo o incómodo, sino más bien confortable, asequible, bien hecho y mejor acabado, como las mejores construcciones o los coches más lujosos en los que está medido hasta el mínimo pespunte de la tapicería de cuero. El grupo Ciudad Jardín sublimó con ironía este concepto allá por los ochenta con su tema Dame calidad un retrato de los cazatalentos de la época. Pues bien, Michael Bublé hace, sin duda alguna, música de calidad, y con ella llenó el Sant Jordi de público educado que desplazado al recinto mayormente en coche, otro termómetro de los conciertos de este tipo, disfrutó de un concierto a la altura de su precio tras superar un atasco la mar de vulgar.

Pero Bublé no sólo hace música de calidad, sino que además la sabe vender. Ya tras la segunda canción comenzó a alentar simpáticamente al público para que se sumase a la fiesta, llevándolo a aplaudir ferviente cuando justo comenzaba a desearlo. Había aparecido en escena como las estrellas, amagando con hacerlo por la parte superior del escenario para emerger en su centro: negro riguroso, zapatos de charol, peinado cincelado y sonrisa perenne: todo él un receptáculo de miradas. Y como se mira mejor a quien se siente satisfecho y merecedor de las miradas, el canadiense obró en consecuencia durante sus dos horas de concierto, chistoso, pillín, simpaticón, dueño de un humor correcto que también podía suponerse no tanto a nada que mediasen un par de copas en un ambiente distendido. Es dudoso que Bublé haga el papel, no parece un representante de tejidos mostrando sonrisas comerciales, sino que todo le sale porque tiene las dotes para ello y, por ende, comprueba que ésta es una de las mejores formas de hacer que quien ha pagado un buen dinero, él mismo aludió al precio de las entradas, disfrute en su presencia.

Y es difícil no hacerlo, a menos que se tire de un arsenal de cinismo tan innecesario como estúpido. Bublé es palomitas con confeti, y su catálogo de composiciones, que abarcan del swing al pop y al rock en formato de versiones, ofrece un acogedor terreno de comunión en el que nadie se siente extraño. ¿A quién no le suena cuando no se sabe de memoria You’re The First, The Last, My Everything, Fever, How Sweet It Is (To Be Loved By You) o ¿Quién será?, solo algunos ejemplos de temas clásicos entre los que intercaló piezas propias como ese Higher que nombra la gira y que podría sonar en la cabecera de cualquier película de James Bond. Los más conspicuos incluso disfrutan sin la sensación de estar incurriendo en placer culpable. Bublé, la meseta donde es obligado dejarse ir.

Como sostén de la noche, al margen de las sonrisas y el humor del canadiense, un escenario de lujo, un cuadrado inclinado con los laterales iluminados que encajaba las cuatro gradas en las que se situaba la orquesta. Los músicos con instrucciones claras, implícitas o explícitas, de mostrar que se lo estaban pasando bomba, bailando, haciendo coreografías o sonriendo como su jefe, que disponía de un pasillo que se adentraba en platea para así enseñarse cercano y en una muestra de habilidad que rompe el tópico de que los hombres no pueden hacer dos cosas a la vez ¡firmar autógrafos mientras cantaba! A todo ello hablando en inglés o un simpático castellano chapurreado (su esposa es argentina) y cantando con una solvencia, intención y flexibilidad fuera de toda duda. Y el sonido perfecto, con la salvedad de que un hecho insólito, que el punto de proyección de la voz acompañase a Bublé en su desplazamiento por la pasarela crease en los laterales algunos puntos ciegos, los situados en el punto equidistante entre escenario y punta de la pasarela, con cierta cacofonía. Nimiedad en una noche de espectáculo impecable, de esos que la cultura norteamericana ha convertido en enseña.

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