Miedo y Navidad
Sepultamos a los niños con obsequios, sobre todo durante la época más oscura del año, finales de otoño y principios de invierno, la época en que tradicionalmente los muertos están más cerca de nosotros
Se acerca el periodo navideño y nos vamos a gastar una poco razonable cantidad de dinero en los niños. Da casi igual nuestro nivel de ingresos. Guirnaldas y regalos, decimos tradición, pero experimentamos casi la obligación del cagatió y de los Reyes Magos barra Papá Noel, por no hablar del reciente Halloween.
Ahora observemos a los pequeños desde un punto de vista exclusivamente práctico. Está claro que existen para perpetuarnos. Por eso queremos que no les falte de nada, que sobrevivan, lo necesario para que crezcan sa...
Se acerca el periodo navideño y nos vamos a gastar una poco razonable cantidad de dinero en los niños. Da casi igual nuestro nivel de ingresos. Guirnaldas y regalos, decimos tradición, pero experimentamos casi la obligación del cagatió y de los Reyes Magos barra Papá Noel, por no hablar del reciente Halloween.
Ahora observemos a los pequeños desde un punto de vista exclusivamente práctico. Está claro que existen para perpetuarnos. Por eso queremos que no les falte de nada, que sobrevivan, lo necesario para que crezcan sanos. Durante años nos cuestan un riñón (comida, ropa, estudios), pero si salen adelante su victoria será un poco nuestra victoria. Por este sendero, los regalos no les aportan casi nada.
Ahora pasemos a un punto de vista simbólico. No nos damos cuenta, pero desde que nacen hasta que se meten de lleno en el futuro, los niños nos provocan un ápice de inquietud. Y no es el miedo que tenemos, por ejemplo, cuando se ponen enfermos, de la angustia que sentimos cuando sospechamos que de repente las cosas pueden ir mal. Es la sensación de que los niños están más cerca de los grandes misterios que nosotros.
Hoy vivimos en un mundo algo desencantado. Sabemos que probablemente, después de la vida, no hay nada. Una vez muertos, de nosotros no queda ni la sombra. Es verdad que pervivimos en la memoria de los demás, y nos gusta, a menudo, pensar en dimensiones paralelas donde flotan las almas. En fin, son excusas para vivir más tranquilos. Sin embargo, la llegada de los niños reanima la creencia en un más allá. Hace tiempo que sabemos de dónde vienen: no tiene nada que ver ni con cigüeñas ni con París. Dicho esto, la mente humana se resiste una y otra vez a dar por buenas las pruebas de una nada ultraterrena; vuelve a pensar en término mágicos, se acuna de nuevo en camándulas como el destino, el carácter de la sangre familiar, la protección de seres sobrenaturales. De la misma manera que cuando estamos en las puertas de la muerte se activan elucubraciones absurdas sobre el lugar al que iremos, cuando nace un niño lo convertimos, inconscientemente, en el enviado desde un lugar igualmente extraño, si no el mismo.
Los pequeños atraviesan las puertas que separan nuestro mundo del otro mundo y, cruzado el umbral, queremos que se queden entre nosotros, que no den marcha atrás: hacemos lo indecible para que aquí se encuentren bien. En este sentido, la herramienta favorita son los regalos. Sepultamos a los niños con obsequios, sobre todo durante la época más oscura del año, finales de otoño y principios de invierno, la época en que tradicionalmente los muertos están más cerca de nosotros. Para que los niños no tengan la tentación de irse al lugar de donde proceden, lo disponemos todo para halagarles y así convencerles de que siempre estarán mejor de este lado. Fiestas, golosinas y adornos, presentes, la artillería adulta para evitar que los mocosos abran la puerta a lo desconocido.
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