Memoria de un atentado inoportuno
Una mirada del escritor Carlos Zanón sobre los ataques terroristas en La Rambla de Barcelona y sus consecuencias cinco años más tarde
Minutos antes de las cinco de la tarde del 17 de agosto de hace cinco años, un asesino improvisó, por motivos religiosos, una matanza con una furgoneta blanca. Se colocó en el centro de las Ramblas de Barcelona y a toda velocidad recorrió en zigzag los 530 metros necesarios para matar a 16 personas y herir a más de 130. Murieron dos niños, de tres y siete años. 34 nacionalidades reunían las víctimas. Demasi...
Minutos antes de las cinco de la tarde del 17 de agosto de hace cinco años, un asesino improvisó, por motivos religiosos, una matanza con una furgoneta blanca. Se colocó en el centro de las Ramblas de Barcelona y a toda velocidad recorrió en zigzag los 530 metros necesarios para matar a 16 personas y herir a más de 130. Murieron dos niños, de tres y siete años. 34 nacionalidades reunían las víctimas. Demasiadas banderas en un momento caníbal de símbolos y señuelos.
Los asesinos los mataron por ser quienes eran, por estar dónde estaban, sin más motivo que el odio. La impotencia. La furia. Como se extermina una plaga, como se combaten a los zombis en un videojuego. Entras con una furgoneta y atropellas a todos los que puedas y luego ya vendrán quienes sanearán los libros de cuentas, argumentarán y determinarán inocentes y se echarán culpas y responsabilidades antes de matizar qué se puede decir y cómo decirlo para que no se ofendan ni víctimas ni asesinos. No sea que unos reclamen indemnizaciones y otros se molesten y nos vuelvan a matar con mejor argumentario esta vez, de una bomba o arrollados por un vehículo a toda hostia por el paseo más emblemático de Barcelona.
Las Ramblas (o La Rambla, como dejó escrito Carandell, depende de si uno se considera o no politeísta) eran un lugar especial por iniciático para todos los barceloneses. Escribo en pasado porque dudo como las viven ahora las generaciones más jóvenes. El día del atentado, a esa hora, la mayoría de las víctimas eran turistas porque la gestión del turismo masificado en Barcelona, ha expulsado a los barceloneses del centro de su ciudad. Pero hace cinco años, cuando uno se iba enterando de todos los pormenores de la masacre, recuperabas esas calles, sentías la necesidad de acercarse a Las Ramblas, casi en peregrinaje de reconocimiento a ese lugar al que, si has nacido en Barcelona, la primera vez que vas lo hiciste siempre de la mano de alguien. Crecías y las Ramblas eran un territorio donde encontrabas los instrumentos con los que dibujar tu educación sentimental. En las Ramblas -y las arterías que se abocan a ellas y las atraviesan- encontrabas todo lo que buscabas y lo que ni sabías que buscabas: vocaciones, desvaríos, ropa, discos, libros, amigos, bares y problemas. Sórdidas, de todos y de nadie, radicalmente barcelonesas desde lo bastardo: esas Ramblas, hace cinco años, fueron el escenario de una matanza, elegidas por descarte de un atentado más grande, más letal, más simbólico. Les hubiera pirrado matar en el Nou Camp o derribar media Sagrada Familia. Pero la chapuza los llevó a elegir las Ramblas, aquel día y a aquella hora.
Que una ciudad como Barcelona y una sociedad como la catalana malgastara su oportunidad de erigirse como símbolo mundial -tan necesario como fatuo- contra la barbarie, solo muestra el enjambre social y político que fue 2017 en Catalunya. A unos y a otros les pareció, aquél, un atentado enormemente inoportuno. Algo que les distraía de lo importante y un destrozo lo suficientemente ruidoso como para hacer despertar a una población de los mantras de la tribu y sus carceleros apocalípticos. Importó más que una bandera se impusiera más que la otra. Importó más demostrar que se era autosuficiente y taponar la españolidad de la solidaridad, que denunciar una mala gestión o el desgobierno. Importó más hablar de peligros globales, de señalar qué eran las cosas importantes y no ir jugando a esconder urnas y haciendo yincanas por las autopistas del país. Importó más abuchear al Rey, a Puigdemont o a Colau que respetar a la gente que había muerto solo por la mala suerte de venir a pasear y gastarse el dinero por nuestras calles. Solo faltaba decirles que les había pasado eso -su propio asesinato- por ser turistas.
Lo peor de nosotros como sociedad, como clase política y como ciudadanos compareció en días posteriores a ese atentado y en su corolario en Cambrils con una mujer asesinada. El desprecio a las víctimas, el interés partidista, el nihilismo pijo, los tics coloniales y la fascinación por la venganza con los terroristas abatidos -cazados en siguientes días- por una policía que, al ser nuestra, podía evitar dejar de dar explicaciones. Nos dimos cuenta que solo somos Charlie Hebdo cuando es en París. Que aquí siempre y solo sabemos ser o Barça o Madrid.
Barcelona no cambió. El miedo apenas apareció. Somos una sociedad confiada, que abre las puertas cuando llaman al timbre. No podemos evitar confiar y creer que nunca nos pasará nada malo. Aparecieron las informaciones interesadas, las torpezas, las conspiraciones, los que relativizan una matanza y no una ofensa por escrito, las policías colaborando en el despiste, la vida privada de los terroristas, tan integrados en una sociedad catalana y rural como resentidos y protegidos por la misma tolerancia que detestan.
No cambió la gente y nadie quiso recordar lo que pasó ni a los muertos ni nada relativo a esos días porque la imagen que se reflejó de nosotros mismos fue a tramos, mezquina y amarga. Tuvimos la oportunidad de mostrarnos estupendos y demostrar qué tipo de sociedad y de vida queremos y no lo hicimos. El retrato mostró el aspecto real de Dorian Gray. Y enseguida, unos y otros, hicimos lo posible por cargar las culpas al otro -boyardos, el imán colaboracionista, la CIA y los Mossos- y, especialmente, por sacar del terreno de juego ese atentado inoportuno y molesto, lleno de víctimas con bermudas y camisetas horteras, en horario de tiempo libre para turistas de día y medio para nada un asesinato de patriotas o símbolos o himnos, reyes o libertadores. Nos preparábamos para acontecimientos identitarios y trascendentales, así que las cuitas piradas de unos asesinos perdidos en una guerra pasada de moda, solo hacía que molestar y llenar de muertos y flores distintas a las habituales unas Ramblas de una Barcelona cada vez con más pinta de una ciudad cualquiera.
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