Diez años sin rumbo
La transición catalana, anunciada por Artur Mas hace una década, ha sido una rápida y alocada marcha hacia ninguna parte
Parece que fue ayer. Estamos tan atrapados por el presente de nuestras desdichas, especialmente esta infame guerra globalizada —entre el futuro de nuestros deseos irrenunciables e imposibles y el pasado de nuestros mitos y leyendas—, que apenas prestamos atención a nuestros modestos, pero significativos, aniversarios domésticos.
Ahora hace diez años, quien entonces era presidente de la Generalitat, Artur Mas, anunció a bombo y platillo que Cataluña desplegaba velas y emprendía un rumbo nuevo. Había ganado las elecciones dos años antes con la promesa de un “nuevo pacto fiscal en la línea...
Parece que fue ayer. Estamos tan atrapados por el presente de nuestras desdichas, especialmente esta infame guerra globalizada —entre el futuro de nuestros deseos irrenunciables e imposibles y el pasado de nuestros mitos y leyendas—, que apenas prestamos atención a nuestros modestos, pero significativos, aniversarios domésticos.
Ahora hace diez años, quien entonces era presidente de la Generalitat, Artur Mas, anunció a bombo y platillo que Cataluña desplegaba velas y emprendía un rumbo nuevo. Había ganado las elecciones dos años antes con la promesa de un “nuevo pacto fiscal en la línea del concierto económico vasco”, el anuncio de “una transición nacional” en la que Cataluña emprendería un nuevo camino y la garantía de que todos podrían cobijarse en la Casa Gran del Catalanisme, de la que el sucesor de Jordi Pujol pretendía ser el arquitecto.
Artur Mas ha sido un político tópico y solemne, propenso a las metáforas. especialmente marineras. Instaló en su despacho una rueda de timón, heredada de un antepasado, para significar su vocación como capitán de la nave catalana, aparejada para el nuevo rumbo recientemente anunciado. Había excitación e incluso entusiasmo en las filas nacionalistas en aquellos inicios de verano de 2012. Convergència se hallaba en el cénit de su poder en ambos lados de la plaza de Sant Jaume, con el Gobierno de Cataluña y la alcaldía de Barcelona en sus manos. En la primavera, había ya sufrido su epifanía independentista en su congreso de Reus, el último antes de entrar en la pendiente y en el caos.
En plena crisis financiera, España se hallaba al borde del rescate, pero nadie en la dirección del nacionalismo interpretaba que fuera el peor momento para retar con la exigencia del pacto fiscal al Gobierno del PP, con cuyos votos había contado Artur Mas en el arranque de su presidencia. Así fue como todo se precipitó en aquellos meses hasta la manifestación del 11 de setiembre, disparo de salida del proceso independentista, que todavía no había sido bautizado como el procés por antonomasia.
El actual cumpleaños no puede ser más triste y sombrío. La transición catalana ha sido una rápida y alocada marcha hacia ninguna parte, la decadencia, en todo caso. No hubo ni habrá pacto fiscal en la línea del concierto vasco. El Estado propio era un mal chiste. Nada de reforma del Estatut. La Casa Gran del Catalanisme, cada vez más disminuida durante la década de la división, es ahora una mansión devastada por un incendio de palabras, relatos y ficciones, propaganda vociferante que alentó la huida de los hechos y de los resultados. Cataluña apenas está gobernada. Solo queda la vaga promesa de una mesa de diálogo y permanece la frase que se pretendía visionaria del timonel del inminente naufragio: “Por primera vez en la historia nos adentramos en un escenario desconocido”. Ahí es donde todavía estamos.
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