“Me pusiste mucho y se me fue”: la confesión de una violación por WhatsApp
Condenado a nueve años y medio un joven que agredió a una amiga y admitió los hechos en un mensaje
La mañana del 20 de abril de 2019, Mireia llamó por teléfono a Joan G. Le pidió, llorando, que por favor la pasara a buscar, que estaba muy mal. Le envió su ubicación. “Me han intentado follar”, repitió ansiosamente la joven, que entonces tenía 18 años, cuando lo vio. Joan la llevó a su casa, la hizo estirarse en el sofá y le ofreció un ibuprofeno. Algo más calmada, Mireia le contó lo que acababa de ocurrir: Martí B., un buen amigo con el que había compartido tantos veranos felices en Sant Feliu de Guíxols (Girona) y con quien había salido esa noche de fiesta, no es que la hubiera “intentado f...
La mañana del 20 de abril de 2019, Mireia llamó por teléfono a Joan G. Le pidió, llorando, que por favor la pasara a buscar, que estaba muy mal. Le envió su ubicación. “Me han intentado follar”, repitió ansiosamente la joven, que entonces tenía 18 años, cuando lo vio. Joan la llevó a su casa, la hizo estirarse en el sofá y le ofreció un ibuprofeno. Algo más calmada, Mireia le contó lo que acababa de ocurrir: Martí B., un buen amigo con el que había compartido tantos veranos felices en Sant Feliu de Guíxols (Girona) y con quien había salido esa noche de fiesta, no es que la hubiera “intentado follar”, es que la acababa de violar, aclaró.
Joan tuvo una idea y la ejecutó con el consentimiento de Mireia, el mismo consentimiento que la joven había negado de forma verbal y física a su agresor solo unas horas antes. Querían que Martí confesara.
Joan fingiendo ser Mireia
Martí
Mireia
Martí
En el intercambio de mensajes por WhatsApp, Martí trata de justificar su conducta, persigue un resquicio de inocencia, busca motivos para la absolución. Le recuerda una supuesta conversación subida de tono (que ella niega) en los lavabos de mujeres de la discoteca ZSA de Platja d’Aro (Girona). En la sala habían bailado hasta las cinco de la madrugada con amigos comunes. Después, como tantas veces, volvieron juntos en taxi. Mireia se quedó a dormir en casa de su amigo en Sant Feliu para no molestar a los parientes que se habían quedado a pasar la noche en la casa de veraneo de su familia, en el mismo pueblo.
Interpretando en todo momento el papel de Mireia y su expresión escrita, Joan trata de arrancar al agresor una muestra de arrepentimiento, una frase en la que asuma lo que hizo, tal vez una prueba (así será) ante un futuro juicio. La conversación que mantienen es un ejemplo práctico sobre dónde están los límites del consentimiento y sobre el “no es no”.
Mireia
Martí
Mireia
Martí
El joven, que entonces tiene 19 años (uno más que Mireia), acaba de cavar sin saberlo su propia tumba judicial.
En una sentencia a la que ha accedido EL PAÍS, la Audiencia de Girona ha condenado a nueve años y medio de cárcel a Martí por una agresión sexual consumada y otra intentada, además del pago de una indemnización de 15.000 euros a la víctima ―defendida por la abogada Judit Gené― por daños morales. El tribunal concluye que la conversación, para la que el acusado no supo dar ninguna explicación creíble en el juicio (dijo que se le había malinterpretado, sin más) “corrobora de forma diáfana” el relato de la víctima.
Los wasaps son un refuerzo imprescindible a la principal prueba de cargo en el caso: el testimonio “creíble, sincero y espontáneo” de la joven, que se ha mantenido estable desde aquella mañana en que se lo contó todo a su amigo Joan hasta que volvió a recordarlo, temblorosa y entre llantos, en el juicio.
Martí y Mireia “mantenían una estrecha relación de amistad y confianza”, según admitieron los dos. Por eso la chica se quedó a dormir en su casa. Por eso no vio nada raro en el hecho de que el joven cerrara la puerta con llave. Por eso no le importó que se ofreciera a cargarle el móvil. Aquella relación forjada verano a verano se quebró de golpe cuando Martí apareció en calzoncillos en la habitación de invitados, se tumbó en la cama junto a la chica y empezó a besarla en el cuello, a tocarle violentamente los pechos, a acariciarle la vulva. Martí la giró bruscamente, le apretó la cara contra el colchón y le inmovilizó los brazos mientras intentaba separarle las piernas. La resistencia de ella le hizo parar y se puso a dormir. Mireia se quedó inmóvil. Se sentía, según declaró, “bloqueada” y “atrapada” al recordar que las llaves estaban puestas.
A las 10 sonó la alarma del teléfono móvil. Martí se levantó al comedor para apagarla y regresó a la habitación con más ganas de sexo y en una actitud más agresiva. “Qué culo tienes, no hace falta que hagas nada, ya te lo hago yo todo”, le dijo mientras ella seguía cerrando las piernas hasta que no pudo más. El joven logró vencer la oposición y la penetró. El tribunal concluye que hubo violencia e intimidación, propia de la agresión sexual, y que no se puede exigir a una víctima “actos de resistencia heroicos que pongan en peligro su integridad física”.
En el juicio, el acusado dijo que las relaciones habían sido consentidas y que Mireia, que ahora estudia Derecho, se lo inventó todo para lograr “más atención de sus padres”: según su relato, se había sentido “desplazada” ante un supuesto problema personal de su hermana, que se ha proclamado recientemente campeona de España en una modalidad de patinaje artístico sobre ruedas. El tribunal subraya que Martí no dijo nada de eso durante tres años de instrucción del caso y que su tesis no se sostiene.
Todo lo contrario que el relato de Mireia, que tras ser agredida pidió al chico ―que estaba “tranquilo” y “como si no hubiera sucedido nada”― que le abriera la puerta de casa. Le dijo que tenía que irse a una comida familiar. Nada más salir, llamó a su amigo Joan. En la vista oral, la chica dice que actuó de ese modo porque recordó que su madre le había dicho en una ocasión que, ante situaciones agresivas, convenía mostrarse amable para salir airoso. La chica también describió lo “agobiante e insoportable” que se le hacía notar “la respiración de Martí” detrás de ella. Unos detalles “inesperados o externos”, que, según dice la sentencia ―que apela a las teorías sobre la psicología del testimonio―son signos de credibilidad en el relato de la víctima.
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