Treinta horas de curso para desterrar el odio

La Generalitat de Cataluña ha tratado de reeducar en el último lustro a 69 condenados por delitos motivados por el prejuicio y la intolerancia

Centro penitenciario de Lledoners, en Sant Joan de Vilatorrada (Barcelona).Susanna Sáez (EFE)

¿Se puede combatir la intolerancia? ¿Tiene sentido tratar de desterrar de la mente los prejuicios? ¿Se puede reeducar a una persona que ha agredido a un gay por su condición sexual o ha insultado a una mujer musulmana por llevar velo o ha humillado a un sintecho que duerme en el cajero porque tiene fobia a los pobres?

Son las preguntas que flotan en el aire en los cursos de formación que, desde hace casi seis años, organiza la ...

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¿Se puede combatir la intolerancia? ¿Tiene sentido tratar de desterrar de la mente los prejuicios? ¿Se puede reeducar a una persona que ha agredido a un gay por su condición sexual o ha insultado a una mujer musulmana por llevar velo o ha humillado a un sintecho que duerme en el cajero porque tiene fobia a los pobres?

Son las preguntas que flotan en el aire en los cursos de formación que, desde hace casi seis años, organiza la Generalitat para condenados por delitos de odio y a los que ahora, por primera vez, ha podido asomarse EL PAÍS. En 30 horas de charlas compartidas con psicólogos, de técnicas de roleplay y de ejercicios para ponerse en la piel de las víctimas, estos programas tratan de incidir en la psique de los intolerantes para, por lo menos, evitar que vuelvan a humillar o herir a otra persona.

A Ramón (nombre ficticio) un portero de discoteca argentino le echó de malas maneras de una discoteca. “Me trató como si yo fuera un nazi. Fui a buscar a un amigo y le calentamos. Le dije ‘sudaca de mierda, te vamos a matar”, admite este hombre que ahora tiene 52 años y participó en uno de los primeros cursos. Desde 2016, la Generalitat ha tratado de reeducar a 69 personas condenadas por delitos de odio, en una iniciativa pionera en España.

El programa forma parte —junto a los trabajos en beneficios a la comunidad— de las llamadas “medidas penales alternativas” a la prisión. La pena por los delitos contra la integridad moral oscila entre los seis meses y los dos años de cárcel. Lo normal es que quede en suspenso si el agresor paga la responsabilidad civil (por daños morales) a la víctima y se compromete a no volver a delinquir. Pero la fiscalía tiende, cada vez más, a añadir una tercera condición obligatoria: la asistencia a los cursos.

“No queremos que el hecho de no entrar en prisión salga gratis”, cuenta el abanderado de esta filosofía, Miguel Ángel Aguilar, fiscal de delitos de odio de Barcelona. Antes, estos actos solían saldarse, cuando las lesiones eran de escasa entidad o inexistentes, con el pago de una multa. Todo empezó a cambiar, recuerda Aguilar desde su despacho, en octubre de 2007, cuando Sergi Xavier M. llamó a una joven ecuatoriana “inmigrante de mierda” en un vagón de tren y le dio un manotazo. El vídeo de la agresión se hizo viral y la humillación pública, insoportable. Sergi Xavier fue condenado a ocho meses de cárcel. El 80% de las sentencias hoy en día son condenatorias, subraya Aguilar, que incide en la necesidad de “trabajar sobre los prejuicios y los estereotipos”.

Superado el enfoque tradicional por parte de fiscales y jueces, e incorporados plenamente los Mossos a la lucha contra los delitos de odio, la Generalitat recogió el guante y puso en marcha los cursos. “Son de 30 horas y los ejecutan dos entidades especializadas, con psicólogos, contratadas por Justicia. Los profesionales hacen una primera entrevista para evaluar el perfil del penado y le incluyen en un grupo de un máximo de 15 personas”, cuenta la responsable de medidas penales alternativas del Departamento de Justicia, Teresa Clavaguera.

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“Intentamos incidir en el pensamiento y las emociones del condenado para modificarlas, para desarraigar los prejuicios y el miedo a la diferencia. El odio es la emoción más poderosa que está detrás de estos delitos. Buscamos un cambio en los prejuicios sobre la raza, en la empatía. Pero el objetivo final es evitar la reincidencia”, añade.

Si de lo que se trata es de no volver a delinquir, con Ramón lo han conseguido. “¿Qué de qué me sirvió el curso? Pues para saber que soy pasivo-agresivo. Que tengo paciencia, pero cuando exploto no se me puede parar. Me explicaron que tengo que hablar, hablar mucho. Ahora no me pongo tan… Respiro y cuento hasta diez antes de actuar”, explica. Cosa distinta es que sus valores, su forma de ver el mundo o sus prejuicios hayan cambiado como si hubiera experimentado la transformación de un Derek, el protagonista de American History X que abandona su pasado neonazi gracias a las lecturas que le facilita su director de instituto afroamericano. De la conversación se deduce que Ramón no ha cambiado tanto y que ni siquiera percibe sus prejuicios. “Yo no soy facha ni nada de eso. No tengo problemas con los extranjeros, vivo en un barrio acomodado, aquí no hay árabes ni sudacas ni nada de eso”, dice.

El fiscal: “No queremos que eludir la prisión salga gratis”

Aunque al final acabó haciendo migas con sus compañeros —”había de todas las razas; algunos habían hecho cosas bastante peores que yo”—, para Ramón el curso fue básicamente un fastidio que le obligó a pedir días de fiesta en el trabajo y a desplazarse de Vic a Barcelona durante tres meses. Si lo siguió fue, sobre todo, para evitar el ingreso en prisión: “Tengo familia y una hija, la cárcel no me conviene”.

La motivación es esencial, admite Olga Loscos, formadora y psicóloga de la fundación AGI, una de las que imparte los cursos. “Contamos con que vienen obligados y, algunos, con motivación baja. Pero, si reconocen el delito, podemos trabajar la empatía y la gestión de las emociones”, cuenta. El objetivo, como también ella recuerda, no es tanto transformar los esquemas mentales de un individuo como evitar que reincida. Con todo, dice, los penados “no salen igual que han entrado”.

Dilemas morales

Una de las dinámicas de grupo que se plantean es la presentación de dilemas morales, en los que cada uno ha de defender una posición contraria a la que en realidad tiene. También se analizan vídeos en los que se ve el efecto (desasosiego, miedo) que actos como los suyos causan en las víctimas. “Esto a algunos les impacta”, dice Loscos, que asegura que el perfil de agresor es diverso, aunque la inmensa mayoría son hombres y muchos de ellos es la primera vez que delinquen. “La mayoría responde a una ideología muy circular, que entra en bucle”.

Tras el curso, los técnicos evalúan el grado de riesgo y Justicia remite siempre un informe al juez que ha dictado la sentencia. La Generalitat admite que no ha elaborado por ahora un estudio global sobre los efectos del programa, pero defiende su utilidad. “Es más eficaz que la prisión” y menos lesivo, dice Clavaguera. Coincide con ella el fiscal Aguilar: “Se intenta que los condenados cambien estereotipos y acepten la diversidad. Y, si no, al menos que modifiquen su forma de gestionar los conflictos”. “El aumento de delitos de odio nos preocupa. Y nos preocupa tanto el tratamiento de rehabilitación para los penados como la atención integral a las víctimas”, afirma la consejera de Justicia, Lourdes Ciuró.

Aguilar va un paso más allá y piensa en el siguiente estadio: explorar la justicia restaurativa, un modelo alternativo que busca reparar el daño causado a la víctima. Los delitos de odio, recuerda, “socavan el modelo de convivencia basado en la diversidad” y “proyectan miedo, inseguridad y zozobra” en los colectivos más vulnerables. Más que poner al agresor frente a la víctima, se trataría de ponerlo frente a ese colectivo: una semana en una asociación que promueve los derechos de gays y lesbianas, una visita a la mezquita de turno, una ronda nocturna con las organizaciones que atienden a personas sintecho. “Tal vez”, concluye el fiscal, “sea la manera definitiva de empatizar, de que se pongan en el lugar de la víctima”.

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