Cataluña y los tiempos de la política
Sin duda, los indultos tuvieron un efecto de distensión en la sociedad catalana, que a pese a las limitaciones del gesto los acogió con alivio: ver a los presos en la calle era una imagen agradecida
Desde siempre, la habilidad para administrar el tiempo ha sido atributo que ha distinguido a los mejores políticos. Los que, cuando captan la oportunidad, dan el paso y no se quedan en el gesto. En un sistema de comunicación acelerado, el control de los tiempos se le escapa al gobernante de las manos con suma facilidad. Las pantallas pasan sin respiro y el político puede quedar enganchado en una de ellas, cuando la ciudadanía ya está en otra película.
En el intento de conseguir que el proceso catalán entre en una fase distinta, basada en la negociación y en la palabra, el presidente Sán...
Desde siempre, la habilidad para administrar el tiempo ha sido atributo que ha distinguido a los mejores políticos. Los que, cuando captan la oportunidad, dan el paso y no se quedan en el gesto. En un sistema de comunicación acelerado, el control de los tiempos se le escapa al gobernante de las manos con suma facilidad. Las pantallas pasan sin respiro y el político puede quedar enganchado en una de ellas, cuando la ciudadanía ya está en otra película.
En el intento de conseguir que el proceso catalán entre en una fase distinta, basada en la negociación y en la palabra, el presidente Sánchez apostó por los indultos. Era una jugada que daba oportunidad a la derecha para galopar a caballo del patrioterismo español. Todos sabemos que, para el PP, el conflicto catalán es un instrumento de agitación permanente para debilitar al Gobierno. Y Casado no perdió la oportunidad de poner el grito en el cielo. Sánchez sabía que corría un riesgo, incluso en sectores de su propio partido (el cambio de Gobierno no es ajeno a ello), pero entendía que era un gesto de distensión que podría contribuir a que el independentismo, más allá de las proclamas de ritual, asumiera de facto un cambio de etapa. Y se entrara en cierta pacificación que, de hecho, ya se palpaba en el día a día de la sociedad catalana.
En un momento en que la rivalidad entre los dos bloques del independentismo —siempre disputándose terrenos fronterizos— y las sensibles diferencias culturales y políticas que separan Esquerra Republicana y este batiburrillo llamado Junts per Catalunya son un murmullo que no cesa, el presidente Sánchez creía que tenía sentido echar una mano al presidente Aragonès con una señal de acercamiento. Pero muy dado al efectismo de los gestos, corre el riesgo de olvidar que no basta con ellos: que si se quieren resultados hay que pasar a la acción antes que los impactos se esfumen y no esperar simplemente que llegue “la normalidad institucional que perseguimos” (María Jesús Montero).
Sin duda, los indultos tuvieron un efecto de distensión en la sociedad catalana, que a pese a las limitaciones del gesto los acogió con alivio: ver a los presos en la calle era una imagen agradecida, en la medida en que su ausencia resultaba incomprensible para muchos, indicio de que algo se movía en la buena dirección. Pero precisamente porque para la sociedad catalana era algo normal y necesario ha quedado muy rápidamente integrado y el impacto de la noticia se ha esfumado. Página pasada antes de que empiecen las mesas de diálogo entre el Gobierno español y el Gobierno catalán. Y con otros impactos en dirección contraria, como las increíbles multas del Tribunal de Cuentas a dirigentes independentistas, calentando el ambiente. Lo cual preludia un regreso del ruido a la que empiece la negociación. Con una parte del independentismo, como se oye ya, exigiendo resultados y plazos imposibles. Y con la derecha a punto para presentar cualquier acuerdo como entrega al independentismo y agravio a España. Si convenimos que hay un momento de oportunidad, el coraje tendría que instalarse en la mesa, no en los gestos efímeros por naturaleza: llevando los acuerdos un puntito más allá de lo razonablemente esperable.
El propio PP tiene en su experiencia un ejemplo de fracaso en la interpretación de los tiempos. Cuando, en 2012, le estalló el conflicto catalán, incapaz de leer la profundidad del mismo, creyó que la virtud estaba en la paciencia porque el independentismo no aguantaría el paso del tiempo y se desmovilizaría sólo. Y así se le fue el problema de las manos en otoño de 2017, colocando el conflicto en el terreno judicial que no cesa. Y por cada noticia aliviadora, como los indultos, hay algún acontecimiento que da gasolina a los que no entienden otro tiempo de la política que el ruido permanente, aún a sabiendas de que la promesa no está en el orden del día.
De modo que tenemos diversas lecturas del uso del tiempo en política: quien crea impactos para allanar el camino, que se diluyen pronto; quien deja que el tiempo resuelva para acabar subrogando el problema a la justicia; y quien pide la aceleración permanente, aún cuando la desaceleración social es evidente. ¿Es imposible que unos y otros entiendan que ha llegado el tiempo de la negociación política y que hay que darle vida con respeto mutuo y sin miedo?