Conciencia y verdad de poeta
Margarit era poco amigo de los homenajes. Las filigranas que su familia tuvo que hacer, tiempo atrás, para disimular un encuentro con amigos con motivo de un aniversario redondo, rozaron la aventura
Recordar a un poeta en un templo lírico es recuperar su musicalidad. Y si había sido su residente y dejó sugerido que fuera allí donde se presentara su libro que intuía póstumo, la cita reunía todos los ingredientes para aunar los tres principales recursos de lo que había considerado su propio equilibrio: música y poesía tras las personas a las que amó.
Joan Margarit era poco amigo de los homenajes. Las filigranas que su familia tuvo que hacer, tiempo atrás, para disimular la organización de un encuentro con amigos con motivo de un aniversario redondo, rozaron la aventura y alcanzaron e...
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Recordar a un poeta en un templo lírico es recuperar su musicalidad. Y si había sido su residente y dejó sugerido que fuera allí donde se presentara su libro que intuía póstumo, la cita reunía todos los ingredientes para aunar los tres principales recursos de lo que había considerado su propio equilibrio: música y poesía tras las personas a las que amó.
Joan Margarit era poco amigo de los homenajes. Las filigranas que su familia tuvo que hacer, tiempo atrás, para disimular la organización de un encuentro con amigos con motivo de un aniversario redondo, rozaron la aventura y alcanzaron el vodevil. Tristemente, el pasado martes no tuvo que ser así.
Joan quiso que su adiós quedara lejos de la cursilería de algunas pompas fúnebres y patetismos ampulososJoan quiso que su adiós quedara lejos de la cursilería de algunas pompas fúnebres y patetismos ampulosos
Los últimos poemas de su vasta colección, revisados hasta la extenuación de sus últimas fuerzas, requerían la complicidad de un público que sabe que ya no podrá pedirle más. Y que leyendo Animal de bosc sabrá que transpira rumor de muerte desde su inicio. Desde cuando se puso manos a la obra conocedor de sus límites y que no abandonó hasta acabar convirtiendo cada expresión en un canto a la liberación fruto de un control exhaustivo de sí mismo.
Y concentró toda esa fuerza en lo que acabaría siendo su legado poético, como lo definió Jordi Gracia, otro de los amigos que siempre le brindaron su apoyo y que prefiere recordarle en el estadio de Montjuïc, que el también arquitecto de estructuras ayudó a reformar para los Juegos Olímpicos, mostrándole la instalación a Yevgueni Yevtushenko. Otro poeta de referencia que, en la Rusia de su juventud, había llenado recintos semejantes de un público fervoroso que quería escuchar la rotundidad de quien insistía que “si un hombre muere, muere también su primera nevada, y el primer beso, y el primer combate. Todo se lo lleva. Sí, quedan libros y puentes, máquinas y telas de pintores. Sí. Muchas son las cosas que han de quedar… pero alguna huye”. Margarit, que lo sabía, quiso asegurarse de que su adiós quedara lejos de la cursilería de algunas pompas fúnebres y del patetismo de demasiados sonetos ampulosos. No iba a pretender para la muerte lo que rehuyó en la vida.
Esta semana el autor catalán observó desde el más allá cómo el Gran Teatre del Liceu se le quedaba pequeñoEsta semana el autor catalán observó desde el más allá cómo el Gran Teatre del Liceu se le quedaba pequeño
Él, que no llenó estadios pero sí auditorios, teatros y salas de actos, amplias o recoletas, en las que incorporaba el jazz y la música clásica como elemento imprescindible para conseguir la mejor comunión que imaginaba para transmitir la tenacidad de su intolerancia. La que le hacía corregir, no sin mala leche, que contrariamente a lo que se quiso hacer creer Cataluña nunca fue tierra de poetas. Sí, en cambio, matizaba riendo, de versaires (escritores de versos) de domingos por la tarde después “d’un tall de tortell”.
Reticente a todo lo que pudiera suponer empalago, esta semana Joan observó desde el más allá cómo el Gran Teatre del Liceu se le quedaba pequeño. Porque cuando se trata de reconocer la verdad y hablar de ella sin ínfulas ni aspavientos, como él hacía, no hay aforo que pueda limitar la fuerza de la palabra ni condiciones pandémicas que rebajen la intención del verso. Y la verdad resonó en múltiples voces, como aquellas que escuchaba de pequeño cantar en la radio, que lo hacían volar hacia la felicidad y que, tarareadas 80 años después, lo empujaban a emprender de nuevo el vuelo gracias al mismo misterio que desde niño le protegía (L’inici de tot).
“Quien quiera acercarse a la palabra verdad no debe sentirse nunca en posesión de la verdad, sino procurar no mentirse, no acordar mentiras. Ya no basta solo con oponerse a los dogmas; resulta necesario cuestionar lo que respiramos como sentido común. Y para esto es necesario dedicarse tiempo, un bien muy escaso y muy desacreditado en una época que naturaliza que el tiempo es una mercancía desechable. Hacerse dueño del tiempo requerido para preguntar y pensarnos, aprender a esperar al margen de los dogmas y los poderosos medios de control de las conciencias, es el primer requisito para volver a confiar en la palabra verdad”. Así lo dejó escrito Luis García Montero en Las palabras rotas (2019). Y algo de eso desprendió su intervención en honor de quien fue su amigo e influyente precursor cuando advirtió que “para escribir la verdad un poeta sabe que no puede mentir”. Y esto fue lo que Joan se impuso cuando la muerte lo avisó. Y así se instaló en la felicidad porque supo elegir lo que realmente le importaba: una sonata de Bach, un concierto de Beethoven, una composición de Gershwin, un adagio de Barber, un blues de Billie Holiday, una pieza de John Coltrane y la amistad de quienes apreciaba.
Despojado de todo convencionalismo, el día después el poeta se nos muestra desnudo. Al fin y al cabo, y según sentenció en El maleït, “mor per no res i per ben poc vol viure”.