Opinión

El retablo de los despropósitos

La recuperación se hará sobre un terreno devastado por este largo año a bajo ritmo: el deseo de pasar página chocará con la cruda realidad de los efectos aplazados de la crisis

Pere Aragonès, Jordi Cuixart y Laura Borràs en el acto de Òmnium de Sant Jordi.DAVID ZORRAKINO (Europa Press)

Estamos en un momento crucial: la vacuna ha conseguido que los rostros esbocen algunas sonrisas. Los ciudadanos que ya la llevan puesta porque sienten como baja la temperatura del miedo, y todos juntos porque ya no vemos imposible volver a vivir sin pedir permiso. Pero la recuperación se hará sobre un terreno devastado por este largo año a bajo ritmo: el deseo de pasar página chocará con la cruda realidad de los efectos aplazados de la crisis. Es un momento en que sería exigible más que nunca una cierta grandeza a quienes desde el poder político deberían generar positividad y empatía. Y, sin e...

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Estamos en un momento crucial: la vacuna ha conseguido que los rostros esbocen algunas sonrisas. Los ciudadanos que ya la llevan puesta porque sienten como baja la temperatura del miedo, y todos juntos porque ya no vemos imposible volver a vivir sin pedir permiso. Pero la recuperación se hará sobre un terreno devastado por este largo año a bajo ritmo: el deseo de pasar página chocará con la cruda realidad de los efectos aplazados de la crisis. Es un momento en que sería exigible más que nunca una cierta grandeza a quienes desde el poder político deberían generar positividad y empatía. Y, sin embargo, esta semana se han incorporado abundantes aportaciones al retablo de la mediocridad. Para muestra, un botón. Dice Pablo Casado: “Quiero ser la media entre Feijóo y Ayuso”. A falta de criterio, ubicación. El oportunismo: el conjunto vacío de la política.

Pero más allá de la anécdota, la escena política gira ahora mismo en torno a dos espectáculos que transmiten una desasosegante sensación de decadencia. Desde luego viene de lejos y no es una exclusiva hispánica. Después de haberse columpiado en la fantasía del fin de la historia, tras el hundimiento de los sistemas de tipo soviético, después de que la derecha y la izquierda, liberadas de los viejos fantasmas, se entregaran por completo, durante la revolución neoliberal, a los dictados del dinero, las democracias occidentales llevan tiempo buscando actores que las relancen. Y cuesta encontrarlos, entre otras razones, porque la política se ha instalado en un lenguaje simplista nada exigente que desconoce y rechaza la complejidad y alimenta la frivolidad. Una dialéctica negativa que resulta contagiosa.

En Madrid, Isabel Díaz Ayuso ha llevado esta lógica al extremo. Es difícil ver un rostro tan indiferente a la verdad y a la realidad. Cuando se le ponen las cifras delante a lo sumo se le escapa una mueca de hastío: pesados, con qué me venís ahora. Y ha elevado este ejercicio hasta la hipérbole, sin que sus adversarios hayan brillado a la hora de desarticular la parodia. Ella marca el pulso. Los cimientos de su figura política son débiles: creció por su descaro y por mantener bares y restaurantes abiertos cuando los demás los cerraban. Los esfuerzos para introducir racionalidad por parte de sus adversarios no calan, porque reaccionaron demasiado tarde y van a remolque. El PSOE no quiso asumir que frente a la frivolidad convertida en valor supremo no basta la rígida imagen del sabio introvertido. Y así nos encontramos ante unas elecciones que pueden servir en bandeja la hegemonía de la derecha española al sector más reaccionario.

Simultáneamente, Cataluña vive el penoso espectáculo de una oscura e interminable negociación para la formación de gobierno. Un ejercicio de desgaste entre los dos principales actores del soberanismo que Junts per Catalunya parece dispuesta a llevar hasta el límite. Un juego que, como todo, tiene su lado siniestro –que a menudo es el que mejor ayuda a entender el desatino. En este caso, el resentimiento por la pérdida de la presidencia que consideraban que les pertenecía de modo vicario, la colocación de la red de personal afín y la eterna psicopatología de las pequeñas diferencias.

Pero en el fondo es más que eso: es la expresión de la impotencia que se esconde tras una ficción (la ruptura unilateral por desobediencia masiva que reclama el expresidente Torra, que no hizo nada para conseguirla durante su efímero mandato). Un ritual de supervivencia que solo puede conducir al desencanto, como ya se está notando. Y que ahonda en la ceremonia de la confusión, intentando equiparar a las instituciones representativas con determinadas organizaciones de la sociedad civil, contra la más elemental lógica democrática. Lo fundamental (la independencia) queda devaluado al convertirlo en recurso coyuntural para la supervivencia partidaria, mientras se renuncia a una política efectiva capaz de captar las oportunidades de mejorar posiciones y empezar a cambiar las cosas de verdad. Si al final hay gobierno, estará amortizado antes de empezar.

Ahora mismo, con la desaparición de Ciudadanos, el PSOE cada vez necesitará más a los partidos independentistas para que el Gobierno siga adelante. ¿Sabrán aprovechar la oportunidad? Y aquí evidentemente emerge la responsabilidad de la otra parte: ¿será capaz Pedro Sánchez de asumir el atrevimiento necesario para contribuir a desatascar la situación o se sumará a la mediocridad generalizada? Hacer del estancamiento normalidad es el refugio de la impotencia. Y solo sirve para aumentar los niveles de contaminación política que conducen a la decadencia.

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