Política y justicia, vasos comunicantes
Los tribunales se han cargado la candidatura del expresidente francés Nicolas Sarkozy (que tiene un carrusel de juicios por delante) antes de que cristalizara. Antes, ya arruinaron la de François Fillon
La condena a Sarkozy ha hecho revivir en Francia el debate sobre justicia y política. La derecha clásica está indignada, los jueces ya arruinaron la candidatura de François Fillon en las elecciones que encumbraron a Emmanuel Macron. Ahora, los Republicanos, atrapados entre Marine Le Pen y el actual presidente, se planteaban a la desesperada la idea de apostar por la candidatura de Sarkozy (que tiene un carrusel de juicios por delante). Los tribunales se la han cargado antes de que cristalizara.
El jurista francés Bertrand Mathieu dice, en el diario Le Monde, que “cuánto más se de...
La condena a Sarkozy ha hecho revivir en Francia el debate sobre justicia y política. La derecha clásica está indignada, los jueces ya arruinaron la candidatura de François Fillon en las elecciones que encumbraron a Emmanuel Macron. Ahora, los Republicanos, atrapados entre Marine Le Pen y el actual presidente, se planteaban a la desesperada la idea de apostar por la candidatura de Sarkozy (que tiene un carrusel de juicios por delante). Los tribunales se la han cargado antes de que cristalizara.
El jurista francés Bertrand Mathieu dice, en el diario Le Monde, que “cuánto más se debilita el poder político, más se refuerza el de los jueces”. Y añade: “Los jueces tienen incontestablemente más poder ahora que antes”. España aporta una prueba contundente al argumento de Mathieu: la debilidad política del Gobierno del expresidente Mariano Rajoy, incapaz de canalizar la cuestión catalana, hizo que subrogara el problema a la justicia, lo que provocó un considerable desequilibrio en la relación de fuerzas entre poderes. Y allí estamos encallados con los partidos políticos incapaces de ponerse de acuerdo siquiera para la renovación del Consejo General del Poder Judicial.
Pero esta historia no es de hace tres días, tiene su recorrido. Como la pandemia nos ha confirmado, el miedo es el sentimiento más compartido por los humanos. Y sobre él se apoyan en buena parte las estrategias de poder y dominación. Por miedo aceptamos la sumisión, por lo menos hasta que se alcanza el momento catastrófico. De un tiempo a esta parte los equilibrios de poder han mutado significativamente. El fin de la Guerra Fría (en 1989), la revolución digital, la crisis del neoliberalismo rampante que estalló en 2008 y la pandemia han modificado los hábitos y las referencias adquiridas y, por tanto, las relaciones de poder.
En las democracias se ha ido quebrando el idílico escenario de los bipartidismos de postguerra, en que todo parecía estar bajo control. Y a caballo de las nuevas incertidumbres los Gobiernos han ido desplegando un sistema de reforzamiento de la vigilancia, que no cesa. Primero fue la coartada del terrorismo, después se entró en la cuestión de la inmigración (haciendo del paria extranjero un enemigo) y ahora la lucha contra el virus, adjetivada como guerra de modo nada inocente. Si a ello le sumamos el despliegue de las tecnologías digitales que llegan a cualquier espacio en que nos metamos, las paredes de la intimidad, de la privacidad, de los derechos individuales amenazan ruina en todas partes. El ciudadano hoy está bajo control masivo. Y lo asume resignadamente. ¿Hasta cuándo?
El poder judicial se ha fortalecido, con lo cual su impacto sobre la política se ha hecho muy visible. Y, al mismo tiempo, la pérdida de poder de la política se ha traducido en una ruptura de las rigideces del pasado. Los viejos bipartidismos decaen porque, instalados sobre un sistema de intereses simple, resultan poco representativos en sociedades complejas.
En los parlamentos proliferan los grupos: nunca habían sido tantos en el Congreso de los Diputados y en el Parlament de Cataluña. En principio, debería ser una buena noticia: a más opciones, más representatividad, en unas sociedades muy diversas. De hecho la calidad de una democracia debería evaluarse por su capacidad de inclusión. Y, sin embargo, esta natural complejidad se hace insoportable para amplios sectores del poder económico, mediático e intelectual, instalados en el sueño de un país más manejable, reduciendo la democracia a un juego a dos y magnificando cualquier desacuerdo entre aliados porque la natural discrepancia molesta a los sacerdotes del bipartidismo.
Es evidente que el poder encuadra. Y que todo sistema institucional limita y encastilla. Pero si en democracia la ciudadanía tiene la última palabra, ¿qué buscan empequeñeciéndola? El poder vive de la simplificación y soporta mal la complejidad, que es lo que distingue a la democracia del ordeno y mando. Por eso, resulta patética la obsesión con el populismo, una etiqueta vacía convertida en certificado de no idoneidad. Y lo más inquietante es que la vara de medir que tienen los que creen que en la democracia española no caben todos es perfectamente discriminatoria a favor de la extrema derecha. Y la justicia juega en ello un papel sensiblemente decantado. Entre unos y otros reducen la política democrática a un juego en blanco y negro, en el que a menudo se niega el más elemental reconocimiento. Y así, por ejemplo, como dice el jurista Antoni Bayona, la Fiscalía se olvida de que la Constitución no es militante y actúa contra la Mesa del Parlamento catalán por poner determinadas ideas políticas a debate.