De la mediación a la inmediatez
Cuando la política es protagonista del recuso a las ‘fake news’ como vemos a menudo en los debates parlamentarios, ¿qué se puede esperar del examen a la desinformación que se haga desde las instituciones?
Dice una encuesta de la Unión Europea que el 86% de los ciudadanos consideran que la desinformación es un problema. Solo la exigencia de todos nosotros puede servir para atemperar la carga destructiva de las fake news. Pero, ¿por qué ha surgido de repente esta obsesión? Desinformación e información han ido siempre de la mano, las mentiras forman parte del espacio mediático en todos y cada uno de sus formatos, tradicionalmente la reputación de verdad social ha venido impuesta por la autoridad religiosa, ideológica y económica, mucho más que por la razón. Y, sin embargo, de pronto las ...
Dice una encuesta de la Unión Europea que el 86% de los ciudadanos consideran que la desinformación es un problema. Solo la exigencia de todos nosotros puede servir para atemperar la carga destructiva de las fake news. Pero, ¿por qué ha surgido de repente esta obsesión? Desinformación e información han ido siempre de la mano, las mentiras forman parte del espacio mediático en todos y cada uno de sus formatos, tradicionalmente la reputación de verdad social ha venido impuesta por la autoridad religiosa, ideológica y económica, mucho más que por la razón. Y, sin embargo, de pronto las fake news se ponen de moda y parece que el mundo se ha trastornado. Es cierto que no es fácil encontrar un personaje como Trump, que cuenta sus engaños deliberados por decenas de miles. Pero los sistemas de verdad, que imponen ficciones que se sabe que lo son para que la gente se las crea, son tan viejos como la humanidad. Desde luego es en las democracias, en los regímenes que se presentan como protectores de las libertades individuales básicas, que el debate adquiere sentido. Pero, ¿qué ha cambiado para que la desinformación sea noticia hoy mucho más que hace 30 años? Sencillamente, el sistema de comunicación y configuración de la opinión: por la gran mutación que significa la revolución digital y la ampliación exponencial del acceso de los ciudadanos a la información.
Las ficciones que se sabe que lo son para que la gente se las crea, son tan viejas como la humanidad
Hemos pasado, en expresión de Pierre Rosanvallon, de la mediación a la inmediatez. Lejos quedan aquellos tiempos en que los medios mediaban: convertían la información bruta en material socialmente aceptable. Ahora, la información nos cae de modo masivo y sin filtros que nos sirvan de referentes a la hora de separar el grano de la paja. Antes, la información era poder: el que la tenía imponía su verdad. Ahora, la infinita información es material imposible de someter sistemáticamente al cedazo de la crítica. Lo que ha cambiado, por tanto, es que antes las falsedades eran procesadas para la configuración de la opinión pública, y ahora aparecen con insolencia y sin sordina en medio de un despliegue abrumador en que se impone quién más grita, al tiempo que las redes van fabricando una hegemonía social imparable en la que el ciudadano ya es directamente objeto y no sujeto.
Sin duda hay un problema general de desinformación. Y una parte de ella responde a estrategias de desestabilización y de lucha por la hegemonía que operan de forma organizada. Cosas, insisto, que han ocurrido siempre, lo único que ha cambiado es la escala y dimensión. La Unión Europea ha decidido tomar cartas en el asunto y pide a sus gobiernos que actúen contra las mentiras. ¿Contra qué exactamente? Contra la “información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, y que puede causar un perjuicio público”. ¿Alguien es capaz de delimitar el perímetro de esta definición? El Gobierno español se ha puesto a hacer los deberes, estableciendo un “Procedimiento de actuación contra la desinformación”, que recae en el Consejo de Seguridad Nacional, en un Comité de situación y en una Comisión permanente contra la desinformación. ¿La libertad de expresión en manos de la seguridad?
Para defender la libertad de expresión y reducir el poder de la mentira hay un camino: formación y sensibilidad
Por supuesto que, como dice el documento regulador de la iniciativa, el acceso a “una información veraz y diversa son pilares de la sociedad democrática”. ¿Pero esto se consigue “examinando la libertad y el pluralismo de los medios de comunicación así como el papel de la sociedad civil”, como dice el documento oficial? ¿Y corresponde al Gobierno hacerlo? Cuando la política es protagonista permanente del recuso a las fake news como vemos a menudo en los debates parlamentarios, ¿qué se puede esperar del examen que se haga desde las instituciones?
No hay libertad sin riesgo y la de expresión lo lleva estructuralmente incorporado. Por buenas que sean las intenciones que vienen de Europa, cuidado con las comisiones de la verdad. Y, sin embargo, es evidente que el ahogo informativo puede llegar a ser tan grande que la libertad de expresión sea una fantasía, pero me temo que la asfixia vendrá del algoritmo, sin que nadie sepa cómo ha sido, más que por la calle y de la escena pública. Para defender la libertad de expresión y reducir el poder de la mentira solo hay un camino: formación y sensibilidad. Una ciudadanía adulta capaz de pensar y decidir por sí misma. Siempre se acaba apelando al gran ideal kantiano. Y, sin embargo, no avanzamos.