La gran confusión
El espectáculo de las últimas semanas, en que nos despertamos sin saber lo que nos prohibirán a mediodía, es desolador. Y no beneficia a nadie: ni a la ciencia, ni a la política, ni a la ciudadanía
El empuje de la segunda ola ha quebrado la confianza con quien toma decisiones y ha aumentado los recelos con los demás. La frase “si todo el mundo actuara con responsabilidad estaríamos mejor” se repite, aunque a menudo sea a la salida de un encuentro en que manifiestamente no se cumplían los requisitos exigibles. Hay fatiga, hay miedo, hay malestar, ¿hasta cuándo será posible mantener la calma? Llevábamos demasiado tiempo machacados por las fantasías de un progreso tecnológico sin límites en que se nos ha vendido la mercancía de que podíamos emanciparnos de las amenazas de nuestra condición ...
El empuje de la segunda ola ha quebrado la confianza con quien toma decisiones y ha aumentado los recelos con los demás. La frase “si todo el mundo actuara con responsabilidad estaríamos mejor” se repite, aunque a menudo sea a la salida de un encuentro en que manifiestamente no se cumplían los requisitos exigibles. Hay fatiga, hay miedo, hay malestar, ¿hasta cuándo será posible mantener la calma? Llevábamos demasiado tiempo machacados por las fantasías de un progreso tecnológico sin límites en que se nos ha vendido la mercancía de que podíamos emanciparnos de las amenazas de nuestra condición natural e incluso se han generado irresponsables ilusiones sobre el alargamiento de nuestras vidas.
El empuje de la segunda ola ha quebrado la confianza con quien toma decisiones y ha aumentado los recelos
De pronto resulta que las todopoderosas armas del progreso técnico y científico no han podido evitar que nuestras vidas se vieran amenazadas por un virus que se expande sin control ni tampoco que las sombras caigan sobre un futuro al que hace tiempo que no le miramos la cara atrapados en un agobiante presente continuo. Vuelve el control disciplinario (Michel Foucault) de la población. En primavera los Estados volvieron al más elemental ejercicio de la soberanía: encerrarnos en casa para limitarnos derechos básicos. Sin que tan agresiva decisión —que se asumió con la resignación del pánico— haya servido siquiera para salir del desconcierto. Cada día que pasa aumenta la sensación de que se va a golpe de improvisación. El espectáculo de las últimas semanas, en que nos despertamos sin saber lo que nos prohibirán a mediodía, es desolador. Y no beneficia a nadie: ni a la ciencia, ni a la política, ni a la ciudadanía.
Hagamos de la necesidad virtud. Hemos recuperado la conciencia de vulnerabilidad, de la que nos habíamos olvidado en medio de un desvarío de prepotencia que se propagaba por el mundo. Y hemos constatado que vivimos en la incertidumbre: ningún saber nos garantiza qué ocurrirá mañana. Con nosotros hemos confinado el futuro, víctima de fantasías que la literatura ya nos había advertido que solo podían conducir a lo distópico. Pero para desconfinarlo debemos partir del reconocimiento de los límites, que es lo que se ha venido negando en los delirantes años nihilistas que hemos vivido a partir de los noventa.
El físico y filósofo Étienne Klein ha expresado su decepción porque los científicos “han desaprovechado la oportunidad de explicar al público en tiempo real la metodología científica” y “han preferido representar una interminable feria de peleas de egos que han alcanzado a menudo la sobredimensión”, dejándose arrastrar a menudo por <CF1001>lobbies</CF> y partidismos políticos que los han estado acechando. Pero los políticos les han ido a la zaga utilizándoles como coartada y actuando siempre con la vista puesta en las pugnas por el poder que les ha metido en ridículas contradicciones a la hora de tomar las decisiones, demasiado motivadas por demostrar quién es el más macho. Como dice Klein, no hay que tener miedo a debatir, que significa precisamente argumentar para no pelearse (batirse). Y esta actitud es la que ha brillado por su ausencia.
Precisamente la ciudadanía exige a los científicos lo que no le pueden ofrecer: seguridad
Probablemente, la ciudadanía exige a los científicos lo que no le pueden ofrecer: seguridad. La mayoría ponía su esperanza en ellos para compensar la desconfianza con unos políticos que arrastran mala reputación. Pero no tenían la receta mágica porque no la hay y a la gente, que ve la ciencia con temeroso respeto, le cuesta entenderlo. Klein destaca que no se ha sabido explicar la diferencia entre la ciencia —los resultados adquiridos— y la investigación —que afronta aquellas preguntas para las que no se tiene respuesta y requieren tiempo. Como si de una fe se tratara, el público y sus predicadores querían respuestas ya. Y eran imposibles. No se preparó a la ciudadanía para la espera atrapados en el deseo o exigencia de volver a la normalidad, es decir, a donde estábamos antes, cosa que no ocurrirá.
Pero quizás la cuestión clave, como señala Klein, está en cómo delimitar la relación entre la experticia (de qué se habla), la discusión general (estamos en democracia) y la responsabilidad del poder político (la toma de decisiones). Cuando estos tres espacios se confunden todos salimos perdiendo. Y aquí el universo mediático juega un papel crucial, distorsionado por el barullo digital. El resultado lo tenemos a la vista: vía libre a los demagogos, a los aprovechados y a los profetas del autoritarismo y la ignorancia. Mientras los dirigentes de tradición democrática aparecen cada vez más encogidos.