Opinión

El Estado y nosotros

Por duro que haya sido, el apoyo y la fortaleza de nuestros Estados europeos, de sus estructuras y de la colaboración entre ellos son la mejor garantía para recuperar la cotidianeidad ahora limitada

Manifestacion de restauradores en contra del cierre de los locales, frente al Palau de la Generalitat.Albert Garcia

En el último año, los ciudadanos europeos han experimentado una nueva relación con sus respectivos Estados. La irrupción de la pandemia ha devuelto al primer plano el protagonismo del Estado en toda su amplitud. Para muchos, la situación era totalmente desconocida; para otros, sobre todo aquellos que han vivido bajo regímenes dictatoriales, algo menos. En condiciones económicas, sociales y políticas razonables para la mayoría, el Estado parece recular. En momentos de crisis su presencia aumenta al galope, como la marea.

Cuando no vivimos en un período de excepcionalidad continuada, cada...

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En el último año, los ciudadanos europeos han experimentado una nueva relación con sus respectivos Estados. La irrupción de la pandemia ha devuelto al primer plano el protagonismo del Estado en toda su amplitud. Para muchos, la situación era totalmente desconocida; para otros, sobre todo aquellos que han vivido bajo regímenes dictatoriales, algo menos. En condiciones económicas, sociales y políticas razonables para la mayoría, el Estado parece recular. En momentos de crisis su presencia aumenta al galope, como la marea.

Cuando no vivimos en un período de excepcionalidad continuada, cada uno de nosotros actúa de acuerdo con sus posibilidades y condición. Llevamos los niños al parque, planeamos salidas de fin de semana con los amigos, cenamos en un restaurante y regresamos a casa tranquilamente, preparamos las vacaciones y comparamos destinos o acudimos al trabajo por trayectos de los que conocemos los atascos de antemano.

En el momento de desarrollar cada uno de estos actos no le damos importancia alguna, pero cuando de un modo u otro vemos limitada nuestra capacidad para llevarlos a cabo, en su ausencia por tanto y desde la mirada retrospectiva, los entendemos en su conjunto como la Libertad. Aunque la libertad no tenga el mismo significado para cada ciudadano, ni tan siquiera se entienda igual a lo largo de una vida. El destacado escritor de literatura de viajes, Patrick Leigh Fermor, por ejemplo, en una de sus obras más sobrecogedoras, Un tiempo para callar, salió perplejo, trastornado, tras compartir una temporada la quietud de la abadía benedictina de Saint Wandrille, en Normandía.

Para un monje los cambios de los últimos meses pueden ser casi imperceptibles. El aliento del aparato estatal a través de nuevas leyes, decretos, órdenes de confinamiento, cierres y restricciones puede llevar, en cambio, a la mayoría a la conclusión que cuando más se manifiesta su poder, menor es nuestra libertad. La conclusión simple es que, a más de uno, menos del otro y viceversa. Más cuando tendemos a equiparar ese poder con la capacidad de coerción —las sanciones— o de control —aplicaciones para rastrear a infectados—.

En esa situación es fácil estar en predisposición de comprar los argumentos de quienes nos presentan futuros distópicos desde el campo de la filosofía —Byung-Chul Han o Slavoj Zizek, como adalides más populares— o de la literatura —"los gobiernos se aprovechan del caos y el miedo de los desesperados", sentenciaba la madre de El cuento de la criada, Margaret Atwood, la semana pasada en la inauguración de la Bienal de Pensamiento de Barcelona—.

Es fácil también estar tentado de protestar y rebelarse contra las medidas que se impongan. “Es mi negocio y nadie va a decirme cuándo cierro”, “en mi casa no hay gobierno que me dicte para cuántos pongo la mesa”, “el fin de semana nos vamos a la montaña porque en mi tiempo libre ningún político me lo va a impedir”, “ya somos mayorcitos para saber cómo cuidar de nuestra salud y tomando unas cañas en la terraza no molestamos a nadie” y, a saber, un largo etcétera de lugares comunes por el estilo.

Con todo, y aunque parezca evidente la correlación inversa entre poder estatal y libertad, en un momento como el actual no lo es tanto. La libertad para las personas que viven en sociedad, que en Europa son la mayoría, no es un atributo individual sino relacionado con y dependiente de los demás, desde la pareja o los amigos hasta los desconocidos. La libertad para hacer todo aquello que imaginamos y añoramos cuando echamos la vista atrás estos días es, en primer lugar, el resultado de la capacidad del Estado de generar certeza y autoridad a través de las leyes y normas que lo sustentan y organizan.

Por duro que haya sido hasta la fecha y que lo pueda ser en los meses venideros con importantes afectaciones para la economía, el apoyo y la fortaleza de nuestros respectivos Estados europeos, de sus estructuras subestatales y de la colaboración entre ellos —y no lo contrario—, son la mejor garantía para recuperar la cotidianeidad ahora limitada. Tan solo cuando permitimos con nuestros votos que lo piloten ineptos, charlatanes o patrioteros tenemos posibilidades de ver amenazadas sus reglas y arquitectura. Y, entonces sí, convertir en probables las elucubraciones de los agoreros de la ciencia ficción y perder la libertad que tenemos gracias al estado.

Joan Esculies es historiador y escritor.

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