El apabullante triunfo de la sinceridad
Amaia llenó les Nits del Fòrum de Barcelona seduciendo a la concurrencia con sus canciones de amor y su transparencia
Tenía Amaia al público en el bolsillo antes de salir a escena. Éste irrumpió en vítores cuando en ella apareció enfundada en un traje bicolor y ya no apartó los ojos de su persona en la hora y cuarto que duró el concierto. Lo siguieron en un silencio religioso, sólo roto por los pertinentes aplausos que saludaban el final de las canciones. Y se contoneó, sonrió, la colmó de piropos, saltó y bailó (siempre en su localidad), gritó y mostró en todos y cada uno de sus rostros, esos rostros de una asistencia que está disfrutando, la ilusión de estar allí. Era algo que se veía en la grada, pues allí...
Tenía Amaia al público en el bolsillo antes de salir a escena. Éste irrumpió en vítores cuando en ella apareció enfundada en un traje bicolor y ya no apartó los ojos de su persona en la hora y cuarto que duró el concierto. Lo siguieron en un silencio religioso, sólo roto por los pertinentes aplausos que saludaban el final de las canciones. Y se contoneó, sonrió, la colmó de piropos, saltó y bailó (siempre en su localidad), gritó y mostró en todos y cada uno de sus rostros, esos rostros de una asistencia que está disfrutando, la ilusión de estar allí. Era algo que se veía en la grada, pues allí el espectáculo lo daba aquella entrega emocionada y sin límites, sin histerias, casi tan romántica y platónica como las letras de las mismas canciones que se escuchaban, siempre con la pareja y los vaivenes del amor como referencia. Un caso claro de enamoramiento, un franco amor entre las personas que agotaron todas las localidades la noche del sábado en el Nits del Fòrum de Barcelona y una cantante, Amaia Romero, cuya sinceridad enternece y desarbola.
Dio las gracias tres veces tras cada canción, y lo hacía como quien se pellizca porque no acaba de creerse lo que está pasando; lo hacía de verdad, sinceramente, como superada por tanta entrega. Presentaba las canciones con la misma emoción con la que una pareja de amigas se cuenta sus cuitas, con un brillo en los ojos que dadas las distancias no se veía, pero caía por su propio peso. Se quejaba de no haberse recogido la melena, decía que había que aprovechar la noche por si era la última; al afrontar la parte final del repertorio, con los éxitos más rítmicos, confesaba de plano que era el tramo del concierto que más le gustaba y lo decía de manera que no sonaba a desdoro de lo que ya se había oído, sino como el natural comentario a su acompañante de cualquier persona asistente a un concierto. Amaia decía, dice y, probablemente, dirá lo que no dicen otros artistas, ya maleados por la prudencia y distancia que implican la popularidad. Ella no. Es tal y como se la ve y así se comporta. Y así triunfa.
Su repertorio es un ejemplo de la libertad que se otorga movida por nada más que sus gustos, no fruto de decisiones programadas para construir una carrera. Sólo así se entiende que en su cancionero hubiese una versión de Skeeter Davis, una cantante de country pop de los sesenta, otra de La Buena Vida, grupo indie de los noventa, una jotica popular, una interpretación de Albéniz, El puerto, ejecutada con más deseo que acierto, como ella francamente reconoció entre sonrisas, y esas canciones propias, parte de las cuales ha crecido en un programa de telerealidad. Pues a todo le dio coherencia esta intérprete que muestra una ternura oceánica y una curiosidad sin límite que no entiende de barreras o limitaciones formales. Es así. Y así triunfa.
Buena parte del concierto lo hizo sola al piano o a la guitarra. En otras comenzaba sola, caso de Nadie podía hacerlo, para acabar arropada por su cuarteto, que la apoyaba para que, libre de instrumentos, corretease por escena como en Vas a volverme loca. Pop para voz dulce y a la vez poderosa que estalló en estribillos como el de Quiero que vengas, antesala de la jotica popular Tan pequeñita y sincera, en realidad una perfecta definición de ella misma, una artista diáfana.