El separatismo según Macron
El presidente francés ha soltado una inesperada apuesta que habrá que seguir con atención, porque puede tener consecuencias no solamente en el país vecino
El viernes, 4 de septiembre se cumplía el 150 aniversario del día en que “un joven diputado de 32 años”, León Gambetta, proclamó la República francesa desde el balcón del ayuntamiento de París. Con este motivo el presidente Macron convocó en el Pantheón, lugar en el que están enterradas algunas de las grandes personalidades de Francia, la ceremonia de naturalización de cinco nuevos ciudadanos de entre 35 y 48 años. Todo estaba milimetrado: Matthew, Noura, Patricia, Catherine y Rana, hijos de inmigrantes como Gambetta, son procedentes del Reino Unido, de Argelia, del Perú, de Camerún y del Líba...
El viernes, 4 de septiembre se cumplía el 150 aniversario del día en que “un joven diputado de 32 años”, León Gambetta, proclamó la República francesa desde el balcón del ayuntamiento de París. Con este motivo el presidente Macron convocó en el Pantheón, lugar en el que están enterradas algunas de las grandes personalidades de Francia, la ceremonia de naturalización de cinco nuevos ciudadanos de entre 35 y 48 años. Todo estaba milimetrado: Matthew, Noura, Patricia, Catherine y Rana, hijos de inmigrantes como Gambetta, son procedentes del Reino Unido, de Argelia, del Perú, de Camerún y del Líbano. Una selección que habla por sí sola. Y sobre este acontecimiento el presidente construyó un solemne discurso para proclamar su visión de la patria republicana.
Las primeras notas señalaban la música del discurso: la Francia de la diversidad, en unos tiempos en que la cuestión de la inmigración late de manera permanente en el conjunto de Europa, sin que los gobernantes estén a la altura de los valores que Macron proclama y no siempre atiende. De modo que el trazo central de las palabras del presidente estaba en la aportación a la República de los franceses nacidos fuera del país. Cada paso iba cargado de mensaje. Y la lista de personalidades francesas, que no lo fueron por herencia, preciso el presidente, sino por los combates que lideraron, no tenía desperdicio: Marie Curie que nació y creció en Polonia, Josephine Baker, que vino de las Américas, Félix Eboué, descendiente de esclavos del Chad, Gisele Halimi, nacida Zeiza Teiba en Túnez, que “luchó por la emancipación de los pueblos y por la causa de la mujeres”. Del mismo modo que fueron Péguy, Jaurés, Blum y Mendès France, los seleccionados por el presidente como referentes de la República social. Todo ello, por supuesto aliñado con esta inevitable e insoportable pulsión supremacista (que probablemente no sea más la expresión de las dudas sobre la consistencia del mito) que tiñe a todas las proclamas nacionalistas, y que le permite citar impunemente al abbé Gregoire: “El francés es el idioma de la libertad”.
Y fue precisamente a partir de una reflexión sobre la libertad como enseña y singularidad de la República francesa, “un régimen único en el mundo que garantiza la libertad de creer y de no creer”, que el presidente Macron soltó una inesperada apuesta que habrá que seguir con atención, porque puede tener consecuencias no sólo en Francifefa. La libertad, decía el presidente, “no es separable de una libertad de expresión que llega hasta el derecho a la blasfemia”. Podría parecer, simplemente, una alusión al juicio por el atentado a la redacción de Charlie Hebdo que tiene lugar estos días. Y, efectivamente, lo era: “ser francés es defender el derecho a hacer reír, la libertad de burlarse, de mofarse, de caricaturizar que Voltaire sostenía que era la fuente de todas las demás”.
Pero el presidente no se quedó aquí y dejó un inquietante mensaje, sin duda cargado de intención, que va traer cola porque, si lo ha dicho, es porque piensa tirar de él, aunque cueste saber en qué dirección. De la libertad, Macron pasó a la igualdad, y de los derechos a los deberes, “las reglas de la República son siempre superiores a las reglas particulares”. Y vino la sentencia sorpresa: “Por esta razón en Francia nunca habrá sitio para aquellos que, a menudo en nombre de Dios, a veces con la ayuda de potencias extranjeras, intentan imponer la ley de un grupo. La República, puesto que es indivisible, no admite ninguna aventura separatista”. Una sentencia que remató con un anuncio: “un proyecto de ley contra los separatistas será presentada este otoño”.
La sospecha se situará sobre las religiones —el Islam por supuesto— pero no sólo. Pero ¿qué pretende el presidente al señalar unas instituciones y unos modos de comportamiento social que acostumbran a recibir el nombre de comunitarismo, definiéndolas ahora como separatistas? La palabra separatismo conlleva dimensión territorial: separarse de la República. ¿Pretende el presidente definir como separatismo el alejamiento moral y mental de determinados grupos sociales quebrando la cohesión social republicana? ¿Está hablando de territorios urbanos que se autosegregan socialmente del entorno? ¿Qué significa la alusión a potencias extranjeras? ¿Está el presidente pensando sólo en Francia o elude también a las fuerzas centrífugas que amenazan a la Unión Europea? De la mano de Macron el separatismo entra en el lenguaje político de la nación menos cuestionada de Europa. Extraño caso.