Asumir el presente
No es tarea de los gobernantes asustar a la gente, sino responsabilizarla, ni la de los medios de comunicación el sensacionalismo de los datos sino el rigor de la información
El pasado viene siempre marcado por la melancolía. Lo hemos superado y tendemos a indultarlo. Finalmente es sobre la memoria —siempre selectiva— que nos vamos constituyendo. El futuro es una trampa porque solo podemos imaginarlo. Y a menudo donde buscábamos anticipación solo hemos construido una fábula, garantía de frustración. En el futuro además está el final, por más promesas que pretendan hacernos los transhumanistas y otras gaitas, es el horizonte de nuestra finitud. Lo que lo hace hasta cierto punto liberador. Ya pasados sus 100 años, el doctor Moisès Broggi me dijo un día que la única c...
El pasado viene siempre marcado por la melancolía. Lo hemos superado y tendemos a indultarlo. Finalmente es sobre la memoria —siempre selectiva— que nos vamos constituyendo. El futuro es una trampa porque solo podemos imaginarlo. Y a menudo donde buscábamos anticipación solo hemos construido una fábula, garantía de frustración. En el futuro además está el final, por más promesas que pretendan hacernos los transhumanistas y otras gaitas, es el horizonte de nuestra finitud. Lo que lo hace hasta cierto punto liberador. Ya pasados sus 100 años, el doctor Moisès Broggi me dijo un día que la única cosa positiva de hacerse mayor es que no tienes futuro y, por tanto, la carga de responsabilidad decrece. Es el presente el espacio en el que podemos ejercer nuestra libertad, aunque cueste darle grosor, hacer de él algo más consistente que el momento de tránsito entre el pasado y el futuro.
Vivimos unos años en que la “evolución incremental” (en palabras de Bernard Harcourt) reemplaza el sentido moderno del progreso como emancipación. Nos movemos en un presente continuo que se prolonga entre un pasado que se aleja y un futuro cargado de miedos, como viene testificando la literatura distópica. El presente es la agarradera de que disponemos cuando la condición humana armada durante la modernidad vive el asalto del hombre digital. Por eso no podemos claudicar ante él por mucho que la ruta se empine.
El gran instrumento para que la sociedad recupere el pulso es la confianza, y brilla por su ausencia
De pronto, nos hemos topado con un presente estático ajeno a nuestro mundo acelerado: el presente confinado, recordatorio de que los tiempos del mundo cambian. De ahí viene la sensación de fatiga, duda y desconcierto que acompaña nuestras conversaciones al retomar la temporada después de unas vacaciones raras. Nos encerraron en primavera y al soltarnos ya no era como antes: las prohibiciones habían llegado incluso a las playas. Y con este ánimo hay que retomar el pulso de la vida, a pesar de la sensación de neblina que acecha. Se avanza e tientas, con miedo a meterse en territorio contaminado. Y no ayuda la sobreactuación de unos gobernantes que juran que nuestras vidas son su prioridad, desde la inseguridad de unas estrategias cargadas de dudas, pero siguen pendientes de los daños que puedan sufrir sus intereses partidistas y electorales.
El gran instrumento para que la sociedad recupere el pulso es la confianza. Y la confianza brilla por su ausencia. Primero porque lo que da confianza es comprender: comprender lo que ocurre, comprender los límites y comprender los comportamientos de quienes tienen poder y mando. Y en este terreno chirrían demasiadas cosas. Pero el segundo factor de confianza es el reconocimiento del otro y estamos en una crisis sanitaria que hace del otro amenaza: el que me puede contaminar. Una vía abierta el recelo, al rechazo, a la discriminación. Lo decía Rafael Vilasanjuan a propósito de la vacuna: la vacuna no es un medicamento que cura, es una manera de inyectarnos el virus para frenar su propagación, y hemos de entender que la vacuna no es interés de cada uno en particular sino de todos a la vez, porque solo cuando muchísima gente haya pasado por ella podremos neutralizar la amenaza, dejarla al nivel de una gripe convencional.
Solo recuperar la confianza, con los que saben, con los que mandan, con los demás, con nosotros mismos, nos permitirá recuperar el tono vital.
Solo recuperar la confianza, con los que saben, con los que mandan, con los demás, con nosotros mismos, nos permitirá recuperar el tono vital. Hay que salir del túnel del miedo que induce a unos a anularse más de la cuenta y a otros a entrar en el juego de la transgresión. La prudencia no es una virtud conservadora. Prudente es aquel que sabe optimizar en cualquier situación los límites del riesgo. Y no es nada fácil en el universo de las <CF1001>fake news</CF> y de la dificultad de jerarquización de la información en términos de rigor y solvencia. No es tarea de los gobernantes asustar a la gente —aunque a veces parezca que algunos se sienten machos haciéndolo—, sino responsabilizarla, ni la de los medios de comunicación el sensacionalismo de los datos sino el rigor de la información. Las generaciones posteriores a los sesenta no habían vivido situaciones de fragilidad sanitaria generalizada. No es raro que les pille a contrapié. Pero no hay otra solución que asumir el presente con riesgo y exigencia, sobre todo para afrontar lo que viene ahora: una crisis social y educativa profunda. El presente tiene mala reputación, hagámoslo nuestro.