Repóquer de sabios irrepetibles
El catedrático Jordi Llovet homenajea en ‘Els mestres’ a un elenco imbatible de profesores: Batllori, Blecua, Comas, Riquer y Valverde
“Si tú hubieras tenido los dos brazos y yo hubiera oído, nos habríamos comido el mundo”, bromeaba el sordo catedrático José Manuel Blecua con el manco Martín de Riquer (perdió el brazo derecho en la Guerra Civil luchando en el bando de los sublevados), dos gigantes de la cultura humanista en Cataluña, tan doctos como sencillos y alejados de la ambición. Al igual que el jesuita Miquel Batllori, José Maria Valverde y Antoni Comas, todos parte de ese repóquer de sabios irrepetibles a los que alguien que no les va a la zaga, ...
“Si tú hubieras tenido los dos brazos y yo hubiera oído, nos habríamos comido el mundo”, bromeaba el sordo catedrático José Manuel Blecua con el manco Martín de Riquer (perdió el brazo derecho en la Guerra Civil luchando en el bando de los sublevados), dos gigantes de la cultura humanista en Cataluña, tan doctos como sencillos y alejados de la ambición. Al igual que el jesuita Miquel Batllori, José Maria Valverde y Antoni Comas, todos parte de ese repóquer de sabios irrepetibles a los que alguien que no les va a la zaga, el también catedrático Jordi Llovet, rinde homenaje desde las vívidas semblanzas de Els mestres (Galaxia Gutenberg). “De ellos he aprendido a amar la sabiduría, la pasión por el estudio, a respetar a mis superiores y a mantener la fidelidad a los colegas y el amor a los alumnos”, recita, consciente de que lo que absorbió de ellos por ósmosis cultural son valores claramente en extinción.
Batllori, por ejemplo, “el historiador más grande sobre la Corona de Aragón”, leía en nueve lenguas, por las que saltaba de Erasmo a Gracián, de La Biblia a Voltaire, pasando por autores ingleses de tradición católica como Chesterton o Bernard Shaw, a los que había llegado con apenas 11 años, convaleciente de osteomielitis, enfermedad que pasó en su casa natal de plaza de Catalunya, 2, donde hoy impera un FNAC. “Era la persona más memoriosa que he conocido jamás”, escribe Llovet. Y puntualísimo, excepto una vez en su vida. Tenía excusa: venía de una visita del neurólogo, al que acudió, preocupado, porque “no recordaba de ninguna manera el nombre del príncipe de Albania al que Calixto III había pedido ayuda a raíz de las pretensiones del ex regente de Hungría, Joan Hunyadi”, se excusó, inquieto, con su “lenguaje noucentista antológico”.
Llovet va trufando las virtudes de sus maestros con esas anécdotas que dicen tanto o más que sus eruditos y gruesos currículos. Así se puede llegar a saber que el único que fue profesor suyo de verdad, Blecua, ofrecía a sus invitados whisky con anacardos porque ese era el fruto seco que aparecía más a menudo en la obra de Lope de Vega, igual que desvela el gusto del gran especialista en Quevedo por la satírica La Codorniz y su fascinación por el diseño de la botella de leche Rania. Eso mientras desliza Llovet también intrigas palaciegas como la desconfianza entre Blecua y el también profesor Antonio Vilanova o la “guerra fría” entre los filólogos catalanes y castellanos en la Universitat de Barcelona. Blecua estaba por encima de todo eso, como demostró evitando una polémica con Maria Aurèlia Capmany, que le recriminó públicamente que no hablara en catalán. Tenía bastante el alumno aventajado de Dámaso Alonso, Jorge Guillén o Pedro Salinas (y maestro de Lázaro Carreter) con su crítica textual, exigir a los profesores de su cátedra que le enseñasen, cada año, el programa que impartirían y recomendar a sus alumnos, enfundado en verano con su traje de hilo de un blanco roto, a que estudiaran en casa o en la biblioteca. Él, pura paciencia infinita, amante de la pluma estilográfica y los dulces de Niza, lo hacía en la de su casa, que arrancaba ya en el recibidor, y hasta la sala o el dormitorio.
De Riquer no se dice si ofrecía wiskis en casa, pero sí que acudía a ella a comer Ramón Menéndez Pidal, misterio explicado porque la condición era que, tras el ágape, le dejaba hacer la siesta en una cama. “No quería que me mataran por ir a misa”, dice Llovet que le respondió Riquer al inquirirle por su paso a las tropas franquistas con los requetés del Tercio de Montserrat. Era “enormemente religioso”, como certificaba la espectacular colección de Biblias que lucía en su biblioteca. “El que trabaja es Riquer”, decía siempre el ultralaborioso Blecua de aquel experto en Tirant lo Blanc y el Quijote, del que recomendaba una lectura anual, otra del Pickwick dickensiano “cada dos o tres años”, y la Recherche de Proust, “cada cinco”, y que tanto tuvo una labor de mediador tan discreta como clave cuando la Caputxinada como contundente fue al rechazar la propuesta de entrar en la Sección Filológica del Institut d’Estudis Catalans cuando se jubiló de la universidad: “Demasiado tarde”, zanjó.
La renuncia a su cátedra de Estética en 1965 en solidaridad con Aranguren y Laín Entralgo es de los aspectos que destaca el autor de Valverde. Si Riquer era “la encarnación de los valores del orden cristiano del feudalismo” y Blecua un “oxfordiano liberal”, Valverde “defendió determinadas empresas sin analizar suficientemente los procedimientos y la ideología que había detrás de ellas, sin analizar matices con detenimiento”; afrontaba con “espíritu infantil e inocencia santa” unas causas que le llevaron a saltar de postulados tan radicales como del falangismo al cristiano-comunismo. Le recrimina Llovet que, aunque memorioso e intuitivo entre pocos como traductor, también sagaz lector de Kierkegaard en el final de sus días, no supiera hacer escuela académica, mientras que Comas, elegante primer catedrático de Lengua y Literatura Catalana tras la Guerra Civil, hombre de “pulcritud sintética” como demostrara en su inacabada Història de la Literatura Catalana con su amigo Riquer, supiera saltarse la burocracia administrativa para incorporar a Gabriel Ferrater como profesor.
Els mestres acaba con unas reflexiones de Llovet sobre los males de la universidad de hoy, esa que él dejó 10 años antes de lo estipulado por la desaparición de la auctoritas. “Fui desautorizado por unos procedimientos que yo no hubiera utilizado nunca con ninguno de mis maestros: como tales, les debía lealtad, admiración y respeto”, asegura a este diario. “Pero la autoridad está en crisis en toda la sociedad: hoy, con un Ipad en mano todos piensan: ‘A mí nadie tiene que explicarme nada’ y esa desautorización ha llegado incluso al canon literario”.
También cree quien ganara la primera cátedra de Cataluña de Literatura Comparada (“escogía a quienes supieran, al menos, cuatro idiomas”) que ninguno de sus mestres sufrió de envidias y recelos: “Riquer seleccionaba siempre muy bien a sus profesores porque tras asegurarse que eran competentes, preguntaba a terceros si el candidato era una buena persona o no y si le decían que no, no los escogía; Valverde o Blecua no envidiaron nunca a nadie y promocionaron profesores de gran categoría”. Deja en el volumen una queja sobre el olvido institucional catalán por su admirado Riquer. “Aún no se ha corregido eso y pasarán años, como ocurre con el caso Josep Carner, que no era un propagandista como Salvador Espriu… Riquer se comportó con generosidad y lealtad con todos, fueran de izquierdas o de derechas; pero claro: hizo la guerra exprofeso con los nacionales y hay cosas que el puritanismo catalanista no perdona”.
Destila Els mestres un aire de tiempo pasado irrepetible e irrecuperable. “Es que una generación como la de mis mestres no se producirá nunca más; el problema empieza en la Secundaria, donde no se enseña prácticamente nada, mientras que el profesorado asociado de las facultades de Humanidades son la verdadera clase proletaria urbana de nuestros días, con sueldos de 300 a 600 euros; si se añade que los estudiantes no creen en autoridad alguna, ni en la de profesores ni en la de los libros…”.