Ficciones que amenazan la reconstrucción

La pandemia invita a quedarnos en casa. A crearnos la ilusión de que lejos de los demás, de los compañeros, de los jefes, de la gente de la calle, del contacto directo, viviremos mejor

Políticos de PP (en primer término, García Egea y Casado) y PSOE (Sánchez y Calviño) en el Congreso.Ballesteros (EFE)

Una pandemia no es una guerra. Y cualquier analogía en este sentido es pura banalidad. Pero las generaciones que han pasado por la experiencia de la guerra viven siempre con el miedo de que vuelva, que opera como una especie de superego colectivo que condiciona la existencia. En España, aunque puede parecer paradójico, tanto la legitimación que recibió el franquismo por parte de amplios sectores de la población como la doctrina de reconciliación nacional que acompañó a la Transición eran fruto de estos miedos colectivos, que marcaron un par de generaciones. Las pandemias tienen fama de ser de ...

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Una pandemia no es una guerra. Y cualquier analogía en este sentido es pura banalidad. Pero las generaciones que han pasado por la experiencia de la guerra viven siempre con el miedo de que vuelva, que opera como una especie de superego colectivo que condiciona la existencia. En España, aunque puede parecer paradójico, tanto la legitimación que recibió el franquismo por parte de amplios sectores de la población como la doctrina de reconciliación nacional que acompañó a la Transición eran fruto de estos miedos colectivos, que marcaron un par de generaciones. Las pandemias tienen fama de ser de memoria corta. Ahora mismo, la nube comunicacional que nos envuelve es tan invasiva como abrumadora, pero sabemos que puede desaparecer de golpe si llega otro frente de máxima atención mediática o simplemente si el virus entra en fase definitivamente menguante. Su sombra no alcanzará la capacidad de permanencia e intimidación de una guerra, pero sí puede ser prolongada.

De momento, entramos en el desconfinamiento con toda la carga psicológica acumulada estos meses. El entusiasmo casi infantil de volver al encuentro de las personas y de las calles no impide entrever que la estela del miedo y la culpa es alargada. No es fácil desconectar de los mecanismos de adaptación al confinamiento que habíamos forjado. Es decir, pasar de la tutela a la responsabilidad.

Así se explica la facilidad con la que cuajan las verdades interesadas del momento. Como en toda crisis ha vuelto el tópico del consenso, que es la promesa mágica que nadie osa contestar aun a sabiendas de que no es más que una ilusión, porque no hay un guión único beneficioso para todos y, en consecuencia, el consenso es una forma de camuflar la imposición de determinados intereses. La ideología del consenso busca la claudicación de los gobernantes ante las relaciones de fuerzas socialmente existentes. Las apariencias no engañan: los predicadores del consenso piensan solo en PP y PSOE, el resto estorba. Está todo dicho: la política como monopolio de dos partidos que, por mucho que se peleen, garantizan que nada quede fuera del control de los poderes fácticos. Y para cambiar las cosas hay que romper algunas costuras. Al Gobierno corresponde marcar el paso y ser lo más inclusivo posible sin caer en la claudicación.

“No es fácil desconectar de los mecanismos de adaptación al confinamiento que habíamos forjado”

A este mismo juego de las ficciones corresponde la celebración del teletrabajo y la vida online como horizonte ideológico de nuestro tiempo. Es decir, dos formas de desencarnación, de mantener los cuerpos confinados, desdibujando sin reparo la separación entre el espacio de lo público y el espacio de lo privado. Como se pregunta el sociólogo Frédéric Letourneux: ¿trabajar en casa es realmente sinónimo de emancipación? Esta es la palabra que se ha hecho olvidadiza. Y que, sin embargo, ha sido el eje central del proyecto moderno, el que aspiraba a la mayoría de edad de la especie, a la autonomía real de los ciudadanos, a la capacidad de pensar, decidir por sí mismos.

La pandemia invita a quedarnos en casa. A crearnos la ilusión de que lejos de los demás, de los compañeros, de los jefes, de la gente de la calle, del contacto directo, viviremos mejor. El ser humano, le guste o no, se configura en relación con el otro. Y para ello no basta el espacio privado con sus inevitables tendencias endogámicas, ni un espacio público colgado de las redes. O, por lo menos, no basta todavía. No hemos alcanzado un nivel suficiente de mutación tecnológica del cuerpo como para que la pantalla garantice la plenitud de las relaciones personales; se pueda aprender, es decir, crecer, sin ir a la escuela; y se pueda vivir desde casa una experiencia como la del teatro, basada en el contacto directo entre actores y espectadores. Quizás llegará pero, de momento, apostarlo todo al espacio telemático nos empequeñece.

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“La ideología del consenso busca la claudicación de los gobernantes ante las relaciones de fuerzas existentes”

Pero la más rotunda las ficciones es la escenificada por Europa. A la hora de la reconstrucción la Unión Europea solo ha sido capaz de poner dinero sobre la mesa. Ni una sola idea. Y no es casualidad, es impotencia. Que nos recuerda que todas estas fantasías se resumen en una: que la ciudadanía crea que cambia algo para que no cambie nada, que es exactamente lo que significan las apelaciones al consenso. Con el virus el principio de realidad ha llamado a nuestras casas. Y parece que preferimos seguir en la nube de ficción de la aceleración digital.

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