Muere Manuel Cuyàs, el articulista de los pequeños detalles
El periodista de Mataró escribió las memorias del ‘expresident’ Jordi Pujol
Apenas preadolescente y por ello no sin dificultades en la Mataró de los años 60, logró que la vieja bibliotecaria le dejara acceder a Crimen y castigo, de Dostoievski. Quedó en trance: “No sabía que los pensamientos de los hombres se pudiesen explicar hasta el último pliegue”. Ese ir hasta aquel último rincón psicológico y, más a menudo, filosófico de la vida cotidiana a partir de las pequeñas cosas, de los detalles, conformó el espíritu de buena parte del columnismo que ejerció el escritor y periodista Manuel Cuyàs, fallecido este lunes a los 67 años tras luchar sin mucha suerte y de ...
Apenas preadolescente y por ello no sin dificultades en la Mataró de los años 60, logró que la vieja bibliotecaria le dejara acceder a Crimen y castigo, de Dostoievski. Quedó en trance: “No sabía que los pensamientos de los hombres se pudiesen explicar hasta el último pliegue”. Ese ir hasta aquel último rincón psicológico y, más a menudo, filosófico de la vida cotidiana a partir de las pequeñas cosas, de los detalles, conformó el espíritu de buena parte del columnismo que ejerció el escritor y periodista Manuel Cuyàs, fallecido este lunes a los 67 años tras luchar sin mucha suerte y de manera acelerada contra la leucemia.
Cuyàs aprendió a mirar y a tomar nota mental de los recovecos del transcurrir existencial desde la Rambla de Mataró, donde nació en 1952 y a la que dedicaría buena parte de su producción bibliográfica: El manyà encès (1985) ó Mataró verd i blau (2007). Ese fue siempre su mundo y ya el de sus progenitores, con una madre de carácter que tiró adelante una casa que se sustentaba tenuemente con las ilustraciones que hacía su marido para libros de niñas, por encargo de editoriales inglesas mayormente, un hombre de casa burguesa venida a menos y que sería el primer asalariado del linaje. Siempre fue, sin embargo, con corbata y sombrero, “la dignidad y el honor se mantenían firmes”, evocaría el periodista en sus memorias, El nét del pirata (2014). Él adoptó tanto el espíritu como la indumentaria, que reforzarían aún más su personalidad, también británica, con un notable humor que cubría un fondo dialogante pero de firmes convicciones.
El carácter se forjó, amén de por la familia y las lecturas, por el cine, al que asistía cada fin de semana, hasta formar parte de la junta de un cineclub que le permitió aproximarse a los círculos de resistencia política al franquismo, si bien no llegó a militar, esperando quizá un ofrecimiento a ello que nunca llegó. Autoaplicándose su ironía, recordaba de aquella época que se preguntaba: “¿Tendré el espíritu gregario atrofiado?”. Pero ahí se descubrió a sí mismo como personaje poco propenso a trabajar en equipo, a las reuniones y las consignas, y su preferencia a ir por libre. “Había empezado a ser lo que quería ser, el hombre del tranvía, solo en la cabina con el cartelito bien visible que prohíbe hablarle o distraerle”. El abstraído hombre del tranvía.
Si el cinefórum no lo llevó a la política, sí lo hizo al periodismo, porque empezó escribiendo críticas de cine para el semanario El Maresme en 1977. Fueron, sin embargo, apenas un par, porque el licenciado en Bellas Artes, que ejercería de maestro de catalán y trabajaría para el patronato de cultura del Ayuntamiento de su querida ciudad, prefería traspasar el columnismo vital de la Rambla mataronense a las columnas de los diarios, comentar las cosas vistas a la manera de Josep Pla. Lo hizo desde el primer día con un estilo de catalán claro y limpio, pespunteado de expresiones de habla popular, una prosa siempre divertida e irónica, un punto mordaz y costumbrista, barniz que se frenaba unos centímetros antes de la nostalgia, entre la manera de hacer del taimado escritor ampurdanés y la de Josep Maria de Sagarra, referentes que no le eran lejanos por su vasta cultura.
La revista Mataró Escrit (1986-94), en la que estuvo en el equipo fundacional, y Punt Diari, desde 1987, acogieron su articulismo, que acabó compaginando con labores más organizativas a partir de la aparición, en 1994, de la edición de El Punt del Maresme, del que fue nombrado director editorial, y, seis años más tarde, al acceder a la dirección de la edición de Catalunya de El Punt.
Ese último cargo lo llevó, en 2003, a pisar por vez primera el Parlament de Catalunya, donde conoció a Jordi Pujol, ya apurando su última legislatura tras 23 años en el poder. Ahí le soltó al político, con su tan lanzada como taimada ingenuidad, que debía escribir sus memorias o que, si fuera el caso, ahí estaba él para recogerlas. Tras leer poco después el retrato que le hizo el periodista a partir de Vint i Jordi Pujol: confessions de persones que l’han conegut, le hizo caso y le dictó las memorias. Pero el político se olvidó de citar en ellas la famosa herencia del abuelo Florenci. “Las memorias son suyas y puso lo que quiso”, justificó al expresident, al que seguía frecuentando: “Yo le quiero”.
Mejor columnista que tertuliano (TV3, RAC1, Catalunya Ràdio, TVE) por idiosincrasia de su manera de ver el mundo, el pasado 15 de mayo, en su clásica columna Vuits i nous (con su no menos tradicional saludo quitándose el sombrero) se despedía “por un tiempo largo” de sus lectores por un inminente trasplante de médula. El artículo, como casi todos los suyos, algunos reunidos en Enamorats de l’Audrey Hepburn (2015), lo debió escribir desde el mismo estudio que fue de su padre, donde se gestó el primer número de El Maresme de 1977. “El inicio de todo”. El final de todo. Uno de esos detalles circulares de la vida que tanto le gustaban.