Eso de la cultura, eso del libro
Mecenas, salgan del armario. El trabajo de la creación tiene valor y precio, estamos en una emergencia colosal de una estructura básica de una sociedad
La cultura es gratis pero no lo es el trabajo de quien la hace ni de quien la presenta al público. Si los logros de la cultura en este encierro parecen gratis dada su difusión digital pública por la generosidad de unos y otros, pensémoslo un poquito. La cultura es gratis porque no se desgasta como un vestido ni se pudre como una fruta no comida. Lo que aporta una película, una canción, un concierto, un libro, una danza, una representación teatral, el circo, un vídeo, un cuadro o una expo, cualquier cosa de estas se queda contigo, es gratis y lo es para siempre. No necesitan mantenimiento mater...
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La cultura es gratis pero no lo es el trabajo de quien la hace ni de quien la presenta al público. Si los logros de la cultura en este encierro parecen gratis dada su difusión digital pública por la generosidad de unos y otros, pensémoslo un poquito. La cultura es gratis porque no se desgasta como un vestido ni se pudre como una fruta no comida. Lo que aporta una película, una canción, un concierto, un libro, una danza, una representación teatral, el circo, un vídeo, un cuadro o una expo, cualquier cosa de estas se queda contigo, es gratis y lo es para siempre. No necesitan mantenimiento material, solo que las lleves contigo y hables con ellas, manteniéndolas en el espíritu. Pero el trabajo de quienes han hecho todo esto y lo hacen en estos momentos, los trabajadores culturales, sí tiene valor y precio. ¿Lo recordaremos ahora mismo —gobiernos, instituciones, mecenas si los hay—, o cuando regresemos a la vida pública, sea en la forma que sea?
Día digital del libro, dia fantasmal del libro. Estos días-espejo de encierro dan incluso para pensar. Ante el desastre para toda la cadena de elaboración de un libro y en particular para los eslabones más débiles —autores, correctores, traductores; editoriales independientes; librerías tan en particular—me he encontrado pensando en una cierta verdad: los del gremio compramos poco. Con permiso de las excepciones habidas, lo sabemos: las editoriales nos suelen abastecer. Una propuesta: si cada escritor, cada periodista literario, cada crítico compra al menos un libro cada semana, mejor si son dos, no se resolvería la catástrofe pero, bueno, ya será algo en los libros de cuentas de unos y otros. Me puse las pilas y aunque tengo brazadas de títulos sin leer y no acostumbro a comprar justo en las semanas del Sant Jordi, he encargado mis libros.
Como la cosa es digital, consulto las webs de las editoriales sin pensar en las novedades que marcialmente imponían su marcha mediática antes de la diada. Eso está bien, la verdad. He encargado los libros —a librerías— en que me había fijado hace tiempo y que recogeré cuando se pueda. ¿Cómo va a ser el retorno de las librerías, sea cuando sea? ¿Con las novedades ahora confinadas en los almacenes del editor y del distribuidor marchando al galope a ocupar estantes y escaparates físicos y mediáticos? ¿Hay alguien ahí que lo esté pensando, preparando, cambiando el asunto ahora que todos dicen que lo que viene no será igual que antes?
Otra cosa que hasta he preguntado un poquito por aquí y por allá: ¿No existen los mecenas para el libro, siendo el libro una de las estructuras centrales de una sociedad? En Barcelona están surgiendo mecenas de librerías, gracias les sean dadas, pero pienso más en un mecenazgo de conjunto. La ausencia de una ley, qué digo, el rechazo político absoluto a plantear una ley de mecenazgo, desde luego no ayuda. Aún así, sigo preguntándolo. ¿No existen mecenas? Mecenas inéditos, fortunas que tal vez no lo han considerado hasta ahora o se han desanimado. Estamos en una emergencia colosal. Puede que nadie escuche, pero sigo. Mecenas, salgan del armario.
Estos días lees que los pactos del 77 sirvieron, entre otras cosas que algunos articulistas consideran más importantes, para despenalizar el adulterio y legalizar la píldora. Mira qué bien, como si a los pactantes se les hubiera ocurrido a ellos solitos (sí, todos del género masculino). Pero, bueno, orillemos por un instante las, digamos, conveniencias históricas y, ante cosas culturales ahora ‘menos importantes’ que todas las demás ciertamente tan graves, digámoslo así: mecenas, si salen del armario y se ponen a dar aliento ahora, luego, cuando sea, en los pactos que sea, lograrán la ley de mecenazgo que sin duda habrán merecido. Antes se decía lo de ‘París bien vale una misa’, pero ahora, con su calcinada catedral simbólica hoy de mayor dudoso futuro, dejémoslo en que hay que arrimar el hombro, mecenas.
Más que nada porque las instituciones miran hacia otro lado y les cuesta el asunto, incluso cuando reaccionan. Como si no fuera con ellas, como si no fueran públicas tantas redes culturales, como si la creación fuera un capricho de ricos y ni lo somos ni lo seremos. Malamente. La cultura es una de las estructuras de una sociedad. Vean cómo lo han planteado la cancillera Merkel y su ministra de cultura. Si creemos que lo han hecho así porque su país es rico, no hay nada que hacer. Más bien es al revés. Puede que la pregunta entonces sea otra: ¿somos una sociedad?
Mercè Ibarz es escritora y crítica cultural