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La corrupción que nunca se fue

Nuestra arquitectura institucional se ha vertebrado con particularidades que favorecen la corrupción

Dicen que ha regresado la corrupción de siempre. En realidad, estas conductas deshonestas nunca desaparecieron. La cronología de los hechos referentes a los últimos escándalos es significativa: su origen se remonta a varios años atrás, aunque algunos de sus tentáculos hayan operado hasta hace poco. Hay que diferenciar entre la perpetración del delito y su descubrimiento.

La corrupción conocida es la punta del iceberg, porque se trata de una forma ...

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Dicen que ha regresado la corrupción de siempre. En realidad, estas conductas deshonestas nunca desaparecieron. La cronología de los hechos referentes a los últimos escándalos es significativa: su origen se remonta a varios años atrás, aunque algunos de sus tentáculos hayan operado hasta hace poco. Hay que diferenciar entre la perpetración del delito y su descubrimiento.

La corrupción conocida es la punta del iceberg, porque se trata de una forma de delincuencia difícil de detectar. La posibilidad de que se exteriorice depende de bastantes factores. A veces el fuego amigo la pone al descubierto. Otras veces hay arrepentidos que tiran de la manta o de los mensajes del terminal telefónico. En ocasiones hay investigaciones periodísticas o policiales que milagrosamente acaban cuajando. Lo cierto es que nunca sabremos nada sobre la actuación de muchas tramas.

En todo caso, los indicadores más diversos corroboran la gravedad de los problemas de corrupción política en España. Esta irritante persistencia no se debe a razones culturales, geográficas, biológicas, gastronómicas o climáticas. Como demostraron con abundantes datos Daron Acemoglu y James A. Robinson, la corrupción es uno de los síntomas más acusados de determinadas debilidades institucionales. Hay países que pueden presumir hoy de instituciones limpias, pero en el siglo XIX sufrieron comportamientos indecentes muy arraigados, que eliminaron con notables mejoras con las que construyeron democracias avanzadas.

En cambio, nuestra arquitectura institucional se ha vertebrado con particularidades que favorecen la corrupción. Tenemos un sistema de contratación pública que adolece de excesiva discrecionalidad y que es fácilmente manipulable. Nuestros desmedidos aforamientos obstaculizan el arranque de las investigaciones contra los políticos. El poder judicial tropieza con la penuria de medios y con el anacronismo de un proceso penal decimonónico. La permisividad de nuestra legislación sobre puertas giratorias acaba propiciando amistades peligrosas, visibles tratos de favor y constantes injerencias de lo privado en lo público. Hay redes empresariales corruptoras que campan a sus anchas por oficinas ministeriales, sin una respuesta normativa proporcionada, a pesar de la reiterada presencia de esos clanes del maletín en los hechos probados de las sentencias.

Por otro lado, también es pertinente apuntar hacia una de nuestras más llamativas patologías institucionales, de nuevo muy presente en los últimos escándalos. Los principales partidos han colonizado con sus militantes desde hace décadas los órganos directivos de empresas públicas, de organismos autónomos y de sociedades mixtas. Este reparto de miles de cargos nombrados a dedo resulta contrario a la necesaria dirección profesional cualificada que requieren estas personas jurídicas. Y, además del lastre pernicioso de la ineficiencia, en estos escenarios podemos observar a menudo las dinámicas corruptas más variadas. Se trata de entidades sin apenas controles administrativos, ni rendición de cuentas en la gestión, en los que el dinero se malgasta con suma facilidad y escasa responsabilidad.

Deberíamos extirpar este vestigio del clientelismo histórico español (que tan lúcidamente retrató Galdós), a través de la aplicación de criterios tasados de mérito y capacidad en el acceso a esos puestos. No parece sencillo. Las formaciones políticas mayoritarias han utilizado a menudo estas designaciones de confianza para premiar fidelidades internas, para estructurar las fontanerías de partido y para ocupar parcelas de poder. Y casi nadie renuncia a sus privilegios sin ofrecer resistencia.

Sin embargo, únicamente podremos avanzar con profundas reformas democráticas. De momento, el Gobierno ha optado por anunciar próximos anuncios, sin un compromiso de suficiente relevancia para atajar estas malsanas anomalías institucionales. Y el principal partido de la oposición se ha limitado a avivar las llamas de los escándalos, sin plantear propuestas de solución, lo cual resulta estéril a los efectos de impulsar cambios reales.

Las prácticas corruptas parasitan nuestras instituciones. Las debilitan muy seriamente: extraen un botín considerable de nuestros recursos públicos y corroen la credibilidad de los organismos representativos. Pero la corrupción no se irá voluntariamente. Solo se marchará si la expulsamos con transformaciones enérgicas que mejoren de verdad nuestra calidad democrática.

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