Los casi 6.000 menores migrantes empujados al centro de la trifulca política
EL PAÍS entra en los centros de acogida de Canarias, donde viven 5.785 niños y adolescentes. Para miles de ellos, hacinados y sin acceso a formación, las islas se han convertido en una sala de espera ante la falta de acuerdo político
Los tablones que cuelgan de las paredes de los centros de acogida de menores migrantes de Canarias están llenos de caras, algunas sonrientes, otras sombrías. Hay chavales que parecen tener 20 años y niños de 10 a los que sus padres metieron en un cayuco sin decirles adonde iban, convencidos de que en España tendrían un futuro mejor del que podrían ofrecerles. Entre esas caras hay adolescentes malienses obligados a ser soldados y apretar el gatillo y chicos que nunca habían visto un muerto hasta que se vieron lanzando ...
Los tablones que cuelgan de las paredes de los centros de acogida de menores migrantes de Canarias están llenos de caras, algunas sonrientes, otras sombrías. Hay chavales que parecen tener 20 años y niños de 10 a los que sus padres metieron en un cayuco sin decirles adonde iban, convencidos de que en España tendrían un futuro mejor del que podrían ofrecerles. Entre esas caras hay adolescentes malienses obligados a ser soldados y apretar el gatillo y chicos que nunca habían visto un muerto hasta que se vieron lanzando cadáveres por la borda de un cayuco antes de desfallecer. También hay niñas gambianas que huyeron de matrimonios forzados o senegalesas dispuestas a comerse el mundo lejos de su país. Hay niños enfermos pendientes de un trasplante de riñón. Y adolescentes marroquíes a quienes sus padres encomendaron el futuro de la economía familiar. Hay pakistaníes que pasaron parte de su niñez en una prisión libia y somalíes que cruzaron África de Este a Oeste para llegar a una isla de la que nunca oyeron hablar. Hay cristianos y musulmanes. Hay miles de adolescentes con preocupaciones de adultos y cientos de niños que ya no volverán a ser niños.
5.785 fotos, 5.785 menores extranjeros no acompañados, 5.785 niños y adolescentes que se han convertido en protagonistas de negociaciones, trifulcas políticas y desamparo. EL PAÍS ha entrado en seis centros de acogida para saber quiénes viven en ellos. Aunque no son las instalaciones que peores condiciones ofrecen, están sobreocupados con entre 30 y 40 chavales por casa. Hay macrocentros con más de 300, donde los conflictos son más recurrentes y la atención más deficiente.
Los senegaleses son los más numerosos (2.073), seguidos de los malienses (1.457) y los marroquíes (854). Una tercera parte tiene 17 años, pero hay más de 1.300 menores de entre 0 y 15 años. Hay, por ejemplo, casi 30 niños con nueve años. Entre los acogidos, muchos estudian, hablan perfectamente español, tienen sus papeles y buscan trabajo. Otros cientos están indocumentados, viven hacinados y frustrados, perdidos en la sala de espera en la que se han convertido las islas porque no se puede atender a todos en condiciones.
Sobre la mesa sigue el cambio de la ley de extranjería para que todas las comunidades autónomas asuman parte del esfuerzo de acogida al que se ven obligados a desplegar territorios como Canarias, Ceuta o Melilla. La modificación legislativa, rechazada el pasado verano en el Congreso, se arrastra mientras los cayucos no dejan de llegar. Ahora, todo apunta a que la negociación ha ganado un nuevo impulso. Por un lado, la vicepresidenta y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, se ha comprometido a tener lista esta semana una fórmula con la que financiar a las comunidades autónomas la acogida extra que tendrán que prestar. Por el otro, el Gobierno estudia algo que antes descartaba: aprobar el cambio legislativo y, por tanto, un nuevo modelo de redistribución de los menores migrantes, por decreto ley en el Consejo de Ministros. Con todo, será necesario el respaldo parlamentario que hoy, con el rechazo claro de PP y Vox, depende de Junts.
Niacki: muerte, flores y Mercadona
El día que Niacki Sacko llegó a El Hierro, Facebook se llenó de publicaciones anunciando que aquel cayuco que había salido 15 días antes de Mauritania había, por fin, aparecido. Era el 30 de diciembre de 2023 y él casi no lo cuenta. “Salimos 32 personas y solo llegamos vivos 15. Yo estaba muy mal”, cuenta este maliense que ahora tiene 17 años. En qué estado llegaría, que aunque entonces tenía 15 años, la policía puso en su ficha que tenía seis. Pasó un mes en el hospital, deshidratado, desnutrido, lleno de llagas y traumas. “Yo nunca había visto morir a nadie”, confiesa. Por lo que cuenta —sus fuertes dolores de cabeza, insomnio, pesadillas y enorme tristeza al recordarlo—, parece sufrir estrés postraumático. No tiene un psicólogo que le atienda.
Su pueblo, Troula, es una pequeña colmena de casitas en mitad de una nada arenosa. Él no ha sufrido ningún ataque terrorista en su vecindario, como cuentan otros muchos malienses, pero vivía en un toque de queda permanente. “A partir de las 22.00 uno no puede salir, no es seguro”, cuenta. Se marchó porque sintió que por mucho que trabajase, labrando el terreno de sus padres, el de otros o llevando y trayendo gente con un mototaxi, su vida, llena de estrecheces, nunca iba a mejorar. Quizá por eso dice que querría trabajar en un Mercadona y pasearse entre sus estanterías: “Me encanta, está lleno de comida”.
Pero Sacko tiene otra pasión con la que ha demostrado un talento algo más singular: las flores.
Draimi se irá sin dejar huella
El pasaporte de Draimi Bagore dice que cumplirá 18 años en junio. Por su aspecto —retraido, delgadito y con un bigotillo incipiente— no aparenta tener más de 16. Este maliense, nacido en Bamako, dice no recordar nada de su pasado. Sin retirar la mano izquierda de su boca cuenta que se subió a un cayuco en Mauritania con uno de sus hermanos, de 26 años, y que, desde que desembarcaron, el pasado octubre en el puerto tinerfeño de Los Cristianos, no le ha vuelto a ver. El hermano está en un macrocentro de migrantes y refugiados en Madrid y él haciendo tiempo en un centro en La Orotava, una localidad turística del norte de Tenerife. “Yo quería seguir mi camino con él, pero tuve que quedarme aquí. Toda la gente que yo conocía se ha ido”, explica.
Bagore vive en una especie de sala de espera. No quiere estar en Canarias, ni, en realidad, en España. Por eso no ha aprendido español y ha pedido que ni se molesten en tramitar sus papeles. Tampoco quiso pedir asilo, como sí han hecho ya 530 menores, aunque cumpliría los requisitos para obtenerlo.
El miércoles, un día antes de esta entrevista, comunicó al centro que tiene a sus abuelos y a sus tíos en Francia y que quiere irse con ellos. Lo más fácil y rápido es que lo haga ya cuando alcance la mayoría de edad. Y Bagore, según llegó, se irá.
Ndeye, la niña que imitó a su padre
Con solo 13 años, Ndeye Marie Wade se subió a un cayuco con el petate de comida y agua que le preparó su abuela. Era octubre de 2023, el mes récord de llegadas en Canarias, cuando miles de senegaleses se marchaban en desbandada con destino a la isla de El Hierro. En su cayuco iban otras 15 chicas y mujeres, algunas con sus bebés, una imagen que aún choca, pero que cada vez es más frecuente. “El viaje fue bien, pero cuando llegas a esa zona entre Marruecos y Canarias, ¡agüita! Hay muchísimas olas, tuvimos que tirar toda la comida y el agua por la borda, las dos amigas que venían conmigo lloraban, pero yo tenía lo que me había preparado mi abuela”.
Wade habla de su responsabilidad por ser la mayor de cinco hermanos, de cómo se vio influenciada por las amigas que quisieron cruzar el Atlántico y de cómo ella logró lo que su padre no pudo. “Mi padre tiene un cayuco, pero si no hay peces en el mar no puede pescar y no tiene dinero. Él lo intentó antes que yo, pero su barca tuvo un problema en el mar y tuvo que volver”, relata tocándose el anillo de plata que él le regaló. La niña, que hoy tiene 16 años, preparó su viaje a escondidas con la abuela, con quien vive, y la mañana antes de marchar avisó a sus padres. “Daba igual lo que me dijesen, yo ya lo había decidido”, asegura con su deje chicharrero.
La adolescente, que celebró este viernes su decimosexto cumpleaños, entrena lucha canaria y sueña con ser doctora.
La ambición de Babacar
El cayuco era de su tío y fue su padre quien le animó a marcharse. Le asustaba la suerte que podía correr su primogénito en mitad del océano, pero también vio lo que ve cualquiera que habla un rato con este adolescente de 16 años: que Dakar se le quedaba pequeño. “Yo tenía todo lo que me gustaba. Salía con mis amigos, tenía mi moto, caballos…, pero Europa era cambiar de vida, buscarme un futuro”. Babacar Samba tuvo claro, desde que desembarcó en El Hierro en octubre de 2023, que no se había jugado la vida en el mar para perder el tiempo. Ahora estudia electricidad, pero se ha formado también en hostelería, le encanta estudiar inglés y se siente improductivo cuando enciende un videojuego. “Soy muy ambicioso”, dice riéndose.
Dice que no pasó demasiado miedo en aquel cayuco porque es un chico de mar, pero que teme hacerse mayor. Todo un sistema se ha empeñado en que lo sea. La policía lo registró como si le faltasen unos meses para cumplir los 18 años, la fiscalía, con las radiografías de su mandíbula y sus muñecas, decretó que tenía 17, hasta que él demostró con documentos que tenía los 15 que siempre dijo cuando llegó. “Fue traumático, estuve pensando mucho en que si esas pruebas decían que tenía más de 18 años me iban a mandar a un campamento y no podría estudiar”, explica. El tiempo pasa y, esta vez sí, el 24 de abril de 2025, Samba cumplirá la mayoría de edad. Pase lo que pase tendrá que buscarse la vida, ser autosuficiente. “Me queda poco más de un año para salir del centro y estoy un poco nervioso porque no sé cómo será la vida ahí fuera, la vida real. Tengo que aprender demasiadas cosas antes de eso”.
La vida real viene cargada de obstáculos. La principal preocupación de las directoras de los centros es qué hacer con los chicos al cumplir los 18 años porque no hay más alojamientos en los que puedan quedarse, ni siquiera para apoyarles unos meses mientras se organizan. “Es frustrante ver que se van a la calle después de todo lo que conseguimos con ellos y de lo que se han esforzado”, dice una de las responsables.
Samba sueña en grande y en pequeño. Será electricista si es lo que le permite ganar dinero o montará un negocio con el que pueda importar y exportar de España a Senegal. En realidad quiere ser marino, capitanear un gran buque, aunque sabe que para eso tiene que llegar a la universidad. No lo va a tener fácil, pero más barrera era el Atlántico.
Khalid solo vio futuro en España
Khalid Mejdoub, nacido en Casablanca hace 17 años, no se entiende con la mayoría de sus compañeros de centro que, venidos de Senegal y Malí, no hablan su idioma, pero él es el primero en recibir a los nuevos. Aunque parece extremadamente vergonzoso, es uno de los que más lleva en este centro de acogida de Santa Cruz de Tenerife, al que llegó con 15 años, así que cuando aparece un adolescente recién llegado es él quien le lleva, le trae, le enseña y le presenta al resto. La directora enseña orgullosa el vídeo que grabaron en Navidad en el que aparece Mejdoub vestido de Papa Noël fingiendo que dejaba los regalos para todos.
Sus padres no aceptaron que se subiese a esa patera, que acabó siendo rescatada tres días después de partir porque casi naufragan en la costa de Lanzarote...pero él no obedeció. “Dejé el colegio a los 12 años y me puse a trabajar porque mi padre no podía, pero ganaba muy poco dinero. Vine para estudiar, para trabajar, allí no tenía futuro”, dice.
Su plan es ser electricista, una de las profesiones más demandadas.
Musa y Umar, los benjamines de la ruta asiática
Cuando Muhammad Musa, de 17 años, puso el pie en el Hierro el 18 de enero, dejaba atrás un periplo de más de nueve meses y 8.400 kilómetros en línea recta desde la ciudad de Gujrat, en el Punyab pakistaní. La ruta asiática, rara hace solo unos meses, es ahora una vía relativamente numerosa, una evidencia de que el salto a Canarias desde Mauritania se consolida.
“Allí ni estudiaba ni trabajaba”, rememora sonriente en urdu. Le traduce al inglés su tímido compatriota Muhammad Umar, de su misma edad y llegado a las islas dos semanas antes. “Allí no hay futuro”, sentencia. En su cabeza estaba el ejemplo de su hermano, emigrado a Arabia Saudí. Su padre, un tendero de 63 años en el paro, logró reunir entre sus conocidos los 11.000 euros que costó un viaje que, según su relato, le llevó en avión a Dubai, y posteriormente a Libia, donde le aguardaba el infierno con el que se castiga a decenas de miles de migrantes y refugiados. “Nada más aterrizar, la Policía me detuvo por haber entrado de forma ilegal”. Pasó seis meses en la cárcel de Gafuda, en Bengasi. “Pasé hambre, apenas nos daban un plato de macarrones al día. Y si llamábamos a los guardias, nos pegaban y castigaban”. Relata que una vez enfermó con fiebre. “Los médicos se negaron a darme medicinas hasta que no pagara”.
Musa, a diferencia de Umar, no tiene ningún interés por estudiar, y apenas está dando sus primeros pasos en el español. No oculta su impaciencia por cumplir los 18 ―el 4 de agosto― y salir de Canarias en dirección a Barcelona. En su cabeza, afirma, solo hay un objetivo: “Mi sueño es ser taxista”.